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ARTICULO

El cuerpo femenino frente al espejo: Metáforas de auto representación en la obra de escritoras ecuatorianas en la primera mitad del siglo XX
(The female body in front of the mirror: metaphors of self-representation in the work of ecuadorian writers in the first half of the 20th century)

Natalia Loza Mayorga*

* Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales Ecuador (FLACSO-Ecuador) - Calle La Pradera E7-174 y Av. Diego de Almagro - 170518 Quito - Ecuador. Université Federal de Toulouse Midi-Pyrénées (UFTMP-Francia) - 41 All. Jules Guesde - 31000 Toulouse - Francia. Correo Electrónico: nattaliloz@gmail.com ORCID https://orcid.org/0000-0002-2368-1940

Recibido el 01/03/22
Aceptado el 13/06/22

Resumen

El presente artículo analiza la autorepresentación del cuerpo femenino en la obra de Blanca Martínez de Tinajero (En la paz del campo, 1940) y Laura Pérez de Oleas Zambrano (Sangre en las manos, 1959), dos autoras ecuatorianas representativas de la primera mitad del siglo XX. En ambas obras, las metáforas sobre la mirada femenina al propio cuerpo a través de los espejos son usadas para transgredir el orden de género de la época. El objetivo de este trabajo es reconstruir la narrativa histórica en base a la experiencia de las mujeres como sujetos activos en la literatura. Para lograrlo se plantea una relectura de las dos obras desde una perspectiva histórica y de género en el marco de los nuevos historicismos y la crítica literaria feminista. De esta manera se reconoce la creación de potentes metáforas alrededor de la vanidad, la masturbación y el aborto como símbolos de una experiencia femenina que ha quedado fuera del canon narrativo -histórico y literario-, pero que explica la construcción de las mujeres como sujetos frente al Estado Nacional. A pesar de que la crítica desestimó las obras en su momento o pasaron sin mayor relevancia, esta nueva lectura explica cómo el cuerpo femenino y su mirada generan tensiones respecto a los discursos de la crítica, la política y la medicina que sostienen un orden patriarcal. En sus obras las autoras registran y transgreden tal jerarquía a través de la representación literaria ubicando la mirada femenina sobre el propio cuerpo en contextos disruptivos.

Palabras Clave: Autorrepresentación; Crítica literaria; Cuerpo; Ecuador; En la paz del campo; Espejos; Feminismo; Literatura; Sangre en las manos; Sexualidad; Siglo XX.

Abstract

This article analyzes the self-representation of the female body in the works of Blanca Martínez Mera (En la paz del campo, 1940) and Laura Pérez (Sangre en las manos, 1959), two representative Ecuadorian authors of the first half of the 20th century. In both works, the metaphors about the female gazing at her own body through mirrors are used to transgress the gender order of the time. The objective of this work is to reconstruct the historical narrative based on the experience of women as active subjects in literature. To achieve this, a rereading of the two works is proposed from a historical and gender perspective within the framework of new historicisms and feminist literary criticism. In both cases, the creation of powerful metaphors around vanity, masturbation and abortion is recognized as symbols of a female experience that has been left out of the narrative -historical and literary- canon but can explain the construction of women as subjects facing the National State. Even though critics dismissed these works at the time or passed them by without much relevance, this new reading explains how the female body and its gaze generate tensions concerning the discourses of criticism, politics, and medicine that support the masculine hierarchy. In their works, the authors record and transgress such a hierarchy in the order of literary representation, placing the female gaze on her own body in disruptive contexts.

Keywords: 20th century; Body; Ecuador; En la paz del campo; Feminism; Literary criticism; Literature; Mirrors; Sangre en las manos; Self-representation; Sexuality.

Introducción

En la cultura occidental la mirada femenina frente al espejo generalmente simboliza vanidad. Desde la pasividad afeminada de Narciso enamorándose de su propio reflejo, hasta el perverso engreimiento de la bruja de Blanca Nieves examinando su belleza, existe un extenso catálogo de narraciones cargadas de metáforas alrededor de los espejos y la mirada femenina. Al mismo tiempo, estos brillantes objetos generan fascinación como ventanas hacia una imagen cierta pero invertida, por lo que resultan paradigmáticos para entender el ejercicio de representación.
Tal ejercicio se sostiene sobre una serie de códigos y jerarquías que corresponden al orden de género y la relación de sujeto y objeto. En el canon cultural hegemónico, la mirada -por defecto masculina- objetiviza el cuerpo femenino a varios niveles. Primero como objeto del placer sexual y derivado de esto, su funcionalidad abocada a la reproducción. En esta línea, a través de los discursos en el arte y la literatura, prevalece la representación de la experiencia sexual para las mujeres como vergonzosa y dolorosa, incluso en el proceso de la maternidad. Sin embargo, esta es la perspectiva de un orden masculino que entendemos como universal, pero que puede y debe ampliarse. En contraste, me interesa conocer ¿Cómo representan las mujeres la mirada sobre el cuerpo femenino en la literatura que producen? Y en este escenario, ¿cómo usan los espejos como una metáfora de autorrepresentación?
Para esto, traigo a discusión dos novelas de autoras ecuatorianas, En la paz del Campo de Blanca Martínez de Tinajero (en adelante Martínez) y Sangre en las Manos de Laura Pérez de Oleas Zambrano (en adelante Pérez), publicadas respectivamente en 1940 y 1959. Propongo el análisis de cuatro escenas donde a través de la imaginación, la creación, la masturbación y el aborto las autoras exploran otras formas de representación del cuerpo femenino. De esta manera desafían el canon masculino, al convertir la vanidad en un ejercicio de introspección y subjetividad, llevando el cuerpo hacia el espacio del placer, el autoconocimiento, y fuera de los límites de la sexualidad reproductiva. Desde una perspectiva histórica y de género, este análisis permite entender también, cómo se construye el discurso autoral femenino y de manera más amplia, la formación del sujeto femenino a través de la auto representación de su cuerpo.

El sujeto femenino en la primera mitad del siglo XX

El análisis de la representación del cuerpo femenino requiere una discusión sobre los significados que el cuerpo mismo encarna. Dichos significados están atravesados por un orden de género, el cual se usa, en este caso, como categoría de análisis histórico y cultural. Según lo explica Scott (2008), el género es una categoría relacional, construida socialmente y que debe ser situada en el tiempo y en el espacio. En este sentido, las representaciones del cuerpo femenino llevan una carga de significados, específicos a su contexto, por lo que es necesario revisar algunos de los discursos que circulan en la época.
Los proyectos de modernización que se extienden en los países de Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX ponen el cuerpo de la mujer como eje central del discurso identitario nacional en el espacio público. El cuerpo femenino es un símbolo que sirve para representar el territorio, los valores patrios, y además encarna las aspiraciones de los proyectos raciales (Goetschel, 1999). Así mismo, el aspecto reproductivo del cuerpo es central para entender cómo se construye la ciudadanía femenina en este periodo. Yuval-Davis explica en referencia a la época que, las mujeres tienen roles como reproductoras biológicas de la nación, reproductoras de los límites de grupos étnicos y trasmisoras de la cultura nacional (Yuval-Davis, 2004). Por todo lo cual, el control y regulación del cuerpo femenino fue prioritario en las agendas políticas y un asunto de interés público.
En Ecuador, durante este periodo, las clases gobernantes se preocuparon por un posible escenario de despoblación ante las altas tasas de mortalidad infantil (Clark, 2012). Esta preocupación generó un proyecto de control médico poblacional que regula la vida como fuente de riqueza nacional, y puede ser entendido desde el concepto de biopolítica de Foucault (Foucault, 2004). Al igual que en otros países de la región, las niñas y mujeres fueron las receptoras de políticas de higiene, puericultura y lactancia bajo la premisa de construir una “maternidad responsable”. El discurso médico por supuesto también permeó nociones morales, que ponían en el centro de atención la calidad moral de las mujeres. En dicho escenario, el sexo para las mujeres es considerado solamente con un fin reproductivo -además dentro del matrimonio-, y se omite la sexualidad lúdica y el placer.
No obstante, la maternidad también abrió un frente de lucha política para el feminismo en toda Latinoamérica. La preocupación por las condiciones sociales y económicas de las mujeres para ejercer plenamente su rol de madres posicionó públicamente las agendas feministas y permitió el reconocimiento de derechos (Yuval Davis, 2004; Lavrin 1998). Con lo cual el rol materno, también fue un catalizador de los discursos feministas en la época, por ejemplo el paradigma de la “maternidad cívica” sirvió como ejemplo de ciudadanía para las mujeres.
Paralelamente, el proyecto de modernización en Ecuador también desencadenó un proceso de reestructuración cultural en el que la literatura tuvo un lugar significativo en la formación del sujeto político nacional. Dentro del campo literario, el realismo social, movimiento literario comprometido ideológicamente con la izquierda, se posicionó como el discurso capaz de expresar el verdadero espíritu nacional (Carrión, 1979). Su relevancia se debió al carácter antropológico y autóctono que desarrolló, pero además por ser un discurso crítico frente a las desigualdades sociales, de clase y de raza. Por su parte, la crítica consideró este periodo como el momento fundante del pensamiento nacional ecuatoriano.   
No obstante, la voz de las autoras en este mismo periodo pasó totalmente desapercibida. A partir de 1940 hasta 1959 se publican en Ecuador ocho novelas escritas por mujeres, de las cuales ninguna ha sido considerada relevante en el canon narrativo nacional. Con una estética clásica y modernista, las novelas del presente análisis, en principio son deudoras de la corriente feminista de inicios de siglo, respecto al paradigma de la “maternidad cívica”. Las autoras buscan legitimar su voz en el campo literario -un espacio de orden masculino- a través del ejercicio de un rol materno desde la escritura, pero su alcance es mucho mayor.
La crítica literaria, hasta hace muy poco, ha considerado que las obras referidas son costumbristas, de enseñanza moral dirigidas sólo a un público femenino e incluso que poseen un limitado potencial feminista (Handelsman, 1978). Pero, considerando los debates de su contexto, estas obras están un paso adelante. A través de las representaciones que construyen, las autoras ponen luz sobre tensiones históricas alrededor del cuerpo femenino, denuncian las injusticias que viven las mujeres en un sistema de valores que privilegia la sexualidad masculina y desarrollan un lenguaje estético totalmente disruptivo sobre el orden de género.

Reflexión metodológica

El estudio de estas obras desde el presente exige también una reflexión interdisciplinar sobre la historia y la literatura, una frontera ambigua que como lo explica Francoise Perus, resulta inútil intentar resolverla y es mejor asumir la riqueza de significados que abarca. En ambos casos se trata de “textos” que son una manifestación cultural construidos en base a un sistema de signos (Perus, 1994). Ya desde autores como Hayden White, se considera que esta relación disciplinaria amplía el horizonte de estudio respecto al lenguaje. Para White, tanto la historia como la literatura están construidas por un mismo lenguaje y los mismos tropos y en ambas interviene un autor que carga de significados la narración (White, 2003). En tal sentido, la finalidad también es comprender la producción de sentidos que transitan esta frontera disciplinaria. 
Como se mencionó, la crítica encuentra en la producción literaria de este periodo el origen fundante del pensamiento nacional debido a su carácter naturalista y antropológico (Carrión, 1979). Sin embargo, la misma crítica, debido a un sesgo patriarcal, fue incapaz de reconocer el mismo valor histórico en las obras producidas por mujeres, dado su carácter bucólico, doméstico, entendido como exclusivamente femenino, parecía no tener el contenido político suficiente para ser parte de lo que Cueva también llamaría la “disputa histórica por la identidad nacional” (Cueva, 1988). Por ejemplo, Rojas describe las intenciones de Martínez en su obra: “trata[n], pura y simplemente, de contarnos una historia ficticia interesante…” (Rojas, 1970). Un juicio que anula el valor crítico de la obra, considerada poco relevante respecto a los debates políticos de la época.
Sin embargo, casi al final de la novela de Martínez hay una invitación para pensar estas obras de manera diferente, quizás más allá de los límites de la bucólica y burguesa ficción con que la crítica las etiquetó. La voz narrativa reflexiona sobre la trascendencia de la escritura en estos términos:

En los archivos, bibliotecas y cajones está recogido el pasado espiritual. La muerte misma no destruye ese poderío de cerebros. Quedan intactos los ideales, el amor, la fe, el dolor, en esas mansas hojas amarillas. Que nadie lea indiferente ese revoltijo de ideas; aquellos legajos durmientes, en escritorios de haciendas o mesas frailunas! Que todos al abrir paquetes, con ciertas huellas polilleras, sujetas por inocentes cordeles, oliendo a pretéritas épocas, se tornen serios, y los cojan, y los abran, con el mismo respeto que se siente ante la Hostia. También la idea es divina. Nace de aquello que nos iguala a Dios. (Martínez, 1940)

Siguiendo la reflexión de Martínez en este fragmento, considero que estas obras deben ser leídas más allá de los sesgos de los discursos de la crítica de su época. Estas obras son más que relatos de ficción, son documentos culturales que registran representaciones, donde la palabra escrita plasma, lo que Martínez llama “el pasado espiritual”, en este guiño que ella hace a la historia. Contrario a lo que supuso la crítica en ese momento, el valor de estas obras -al igual que cualquier otra obra literaria-, no reside en la veracidad fáctica de lo que narran, sino en la riqueza simbólica de las representaciones que construyen.
Para este planteamiento, sigo los nuevos historicismos o escuela de la representación (Greenblatt, 1987; Montrose, 1998), donde la autoría se plantea como un hecho históricamente situado y atravesado por relaciones de poder, por lo que registra, más allá del genio creador, las estructuras de pensamiento de una época. Así, una novela es un retrato de su tiempo también en un nivel estético como lo plantea Auerbach, es decir tiene la capacidad de hablar de su contexto, no sólo por lo que cuenta, sino especialmente, por cómo lo cuenta (Auerbach, 2016). De esta manera, estas obras literarias son una entrada necesaria para plantear nuevas preguntas sobre la historia de las mujeres en Ecuador.
Por otro lado, la dinámica de la representación para este análisis se articula a través de las metáforas de miradas y espejos, figuras poderosas para hablar del cuerpo. Al igual que Foucault cuando analiza el juego de miradas en “Las meninas”, uno de los primeros quiebres respecto a la tradición pictórica, es la indiscreta mirada sobre el mismo acto de la representación, lo que le permite al cuadro salir del cuadro (Foucault, 1991). La mirada de Velásquez como creador vuelve visible lo invisible al representar el propio acto de la representación. De igual forma, en sus novelas las autoras, cambian la relación entre sujeto y objeto a través de quien observa.
Finalmente, siendo el lenguaje, la primera herramienta de representación, se puede pensar estas obras desde la propuesta de Luce Irigaray (2007) y Julia Kristeva (1988) para replantear el lenguaje desde la experiencia de ser mujer, y conectar de esta manera, la palabra con la figura de la madre, la primera fuente del lenguaje. En este sentido, el acto de la escritura requiere también una reflexión desde la crítica literaria feminista. A partir de autoras como Kate Millet (1969) entendemos que la creación literaria se constituye como un ejercicio cultural de autoridad masculina en el que la mujer, en tanto autora, es una intrusa (Le Dœuff 2003).
Esto genera un universo cultural construido siempre desde la óptica y experiencia del cuerpo masculino, establecida como universal. Lo que Irigaray (2007) describe como “falogocentrismo”. Gilbert y Gubar en esta línea, desarrollan también la relación simbólica entre pen y penis, respecto a la masculinidad hegemónica del ejercicio de la creación (Gilbert y Gubar, 1984). Bajo este orden cultural, a las mujeres les corresponde ser arte (objeto), y no hacer arte (sujeto). Las funciones del sexo femenino asociadas a la maternidad y el cuidado -reproducción- son planteadas como contrarias -excluyentes y menores- a la producción intelectual (Coquillat 1982).
A modo de un breve contraste, que requiere un análisis más específico, la diferencia sobre la representación del cuerpo femenino en la literatura ecuatoriana del realismo social, frente a las representaciones producidas por autoras en la misma época muestra una diferencia considerable. La literatura de autores canónicos ecuatorianos desde el siglo XIX se caracteriza por desarrollar un lenguaje violento con imágenes sobre la degeneración física y simbólica del cuerpo femenino como un medio de establecer una regulación moral sobre el comportamiento de las mujeres (Andrade, 2007). Especialmente durante el realismo social a partir de la década de los treinta,1 se difunde una estética de violencia sexual sobre el cuerpo de la mujer que funciona, además, como el medio para el despliegue del sujeto nacional -masculino-. En un rústico ejercicio de virilidad que se consideró revolucionaria en su momento, pero que en realidad sólo es la continuidad de una larga tradición de jerarquía masculina.
Para la época de estudio propuesta, estos son los discursos literarios que circulan y con los que las autoras dialogan al momento en que producen literatura. Cuando la mujer disputa un lugar como sujeto y creadora, la representación del cuerpo femenino es clave para entender cómo estos cuerpos son percibidos más allá de la mirada masculina. Las autoras de este periodo construyen un complejo universo simbólico donde, como lo explica Josefina Ludmer (1985), desde el aparente lugar de subalternidad, en los márgenes del canon literario e histórico, resignifican su lugar de enunciación. 

La representación y la construcción de subjetividad

La primera entrada para analizar la representación es la construcción de subjetividad. El tema ha sido abordado en relación con la mirada, e incluso los espejos por autores como Schopenhauer, Foucault, Lacan, Irigaray, entre otros. En este caso, sin la intención de profundizar en la teoría del psicoanálisis, que requeriría otro tipo de trabajo, se considera algunos conceptos de la propuesta de Irigaray (2007) en su debate con Lacan para explicar el juego de miradas y subjetividades que encuentro en las novelas.
En la paz en el campo (1940) de Blanca Martínez relata la historia de Beatriz y Lola, dos mujeres de personalidades opuestas y enamoradas del mismo hombre. En principio la autora no puede escapar de la dualidad entre mujer buena y mala en sus personajes; no obstante, esta dualidad resulta mucho más compleja.
Una de las cosas que llaman la atención particularmente en esta novela, es la profusa descripción que la autora realiza sobre los aposentos de las mujeres, y más puntualmente sus tocadores, donde el espejo ocupa un espacio central. Este actúa como una ventana que permite al lector conocer la disposición de los detalles más íntimos de los personajes. En esta primera descripción de la habitación de Beatriz, la joven pura e inocente, inspirada en el personaje de Dante, el tocador y el espejo son el centro en torno al cual se abre y cierra la descripción.

“La luminosidad de aquella hora aclaraba el papel tapiz, asemejándole lustrosa tela verde, buen fondo para el tocador! La ringlera de frascos despedía irisaciones tentadoras. El resto de agua de la palangana se reflejaba en el tumbado. Una muñeca, de las llamadas Mariquitas, tenía en una mano el acerico, y en la otra, interminable fila de imperdibles. Estaba sentada en medio de dos pomos azules; y sus ojos expresivos miraban de soslayo a su ama.
Al frente, sobre un diván muelle y ancho, yacía esparcida ropa interior, vaporosa y adornada de encajes. El espaldar y los brazos desaparecían bajo multitud de cojines, de diferentes formas y tamaños.
El diván era el mueble predilecto de Beatriz: en el dormitaba; sus resortes resistían al sentón, provocado por sus pasajeras impaciencias y le acogía muy acariciador, cuando se le antojaba viajar por países de ensueño.
Luego el espejo, qué bien colocado estaba: podía mirarse desde la cama.” (Martínez, 1940).

Esta primera entrada a los aposentos de Beatriz da cuenta de un espacio muy íntimo, donde ella puede estar sola. Y no es sólo un espacio para el autocuidado y la vanidad, sino también para la lectura y la reflexión, actividades que, como lo describe Cristina Burneo, hasta finales del siglo XIX no eran habituales de la mujer. Leer sola es un acto de anomalía (Burneo, 2018). Martínez describe la afición de Beatriz a las novelas como una característica central del personaje. Tendida en su cama, ella recuerda la advertencia del cura:

“-Hija mía! las novelas pierden a las jóvenes. A Dios no le gusta. Por mucho menos se condenan- le había dicho en la última confesión el cura. [Ella responde para sí misma] -Pobre cura! Qué se imagina! El primero se ha de ir al infierno -pensó Beatriz, cogiendo un libro del velador.” (Martínez, 1940, pp. 90).

Esta escena da cuenta del hábito de lectura en su dormitorio. La construcción de la habitación como un lugar solitario, recuerda a lo que Elías (1939) plantea sobre la reestructuración de espacios en las casas modernas. La construcción de una subjetividad individual exige espacios físicos de privacidad que permitan introspección para la creación de una conciencia individual. También parece recordar la reflexión sobre la habitación propia, en el sentido más material de la palabra, de Virginia Woolf (2003). Obviamente esto también da cuenta de una posición social. Beatriz pertenece a una familia de clase alta que puede permitirse esto. Justamente Armstrong (1991) habla sobre la construcción de estos espacios íntimos femeninos en la literatura como la base de la separación entre lo privado y lo público, pie de una conciencia moderna burguesa.
Por otro lado, la construcción de un espacio de reflexión intelectual alrededor del tocador ya resulta disruptiva en sí misma. En una cita de José Nieto, sacerdote y detractor político de Marietta de Veintimilla, otra escritora ecuatoriana, aunque de una época anterior, dice en tono desaprobatorio “Indudablemente la Sra. Marietta Veintemilla renegó de su sexo cuando del tocador pasó al escritorio” (Nieto, 1891). Esta cita explica la contraposición del escritorio y el tocador como dos artículos opuestos y que representan un orden de género. Según Nieto (1891), el escritorio es excluyente con el tocador, como excluyente sería el cultivo de la mente, la creación y la escritura respecto a las atenciones físicas, siendo sólo lo último exclusivamente femenino. Pero en la obra de Martínez (1940) dicha relación deja de ser excluyente, Beatriz puede desarrollar ambos aspectos.
La construcción de este ambiente íntimo, lleno de texturas so
bre las telas de los tapices y las ropas, los olores y colores de los maquillajes, la descripción de los implementos de cuidado personal, dan cuenta de una especie de mística femenina sobre las atenciones del cuerpo, que no se reducen a la vanidad y que no están separadas del cultivo de la mente.
Martínez describe otro espacio íntimo de Beatriz, quien evitando las tareas de costura que le impone su madre, prefiere esconderse en el jardín: “[…] donde tenía varios refugios. Le gustaba tanto estar sola, imaginando! Y siempre era la protagonista de sus creaciones, o de lo que leía” (Martínez, 1940). 
En un pasaje la encontramos sola en el jardín, contemplándose en el reflejo de la laguna, símil de Narciso, pero en este caso el acto de mirarse a sí misma no se limita a su contemplación física, sino que abre espacio para imaginarse a sí misma, justamente, como protagonista, como sujeto:

“Beatriz, de bruces, se complacía mirándose en aquel espejo sombrío y caprichoso. Parecíale que allí dentro existía un mundo igual, o más admirable todavía que el descrito en fabulosas historias…
A veces, su extraña fantasía le hacía verse flotante, como una dulce y patética Ofelia, cubierta de sutil y diáfana túnica, con sus largos cabellos, adornados de diminutas hojas y capullos blancos.
-Quisiera estar yo también encantada en el fondo de la laguna -se dijo. Y se vio dormida sobre un lecho de algas, adornada de corales y perlas. Custodiándola estaría un dragón de enormes alas negras y sanguinolentos ojos.
Pero a Beatriz no le basta con imaginarse, ella va más allá:
[…]Como no asomaba nadie, resolvió representar la escena: se recostó en el césped, cerrando los ojos; una de sus manos la tenía sobre el pecho, y la otra dentro del agua.
-Qué lástima, no saber qué tal me queda esta postura- pensó” (Martínez, 1940, pp.154).

Con lo cual vemos una necesidad de mirarse en el ejercicio de representación, la necesidad de reconocerse como sujeto a través de la mirada de su cuerpo representado. Lacan plantea que el sujeto toma conciencia de sí mismo en el ejercicio de reconocerse en su reflejo. En primera instancia, podríamos entender este ejercicio de subjetividad en la mirada de Beatriz sobre sí misma y sobre este espacio de individualidad que ella posee para el cuidado de su cuerpo y el cultivo de su mente.
Pero la complejidad de las miradas va más allá. Los personajes femeninos de Martínez siempre tienen un espejo cerca para contemplar y reafirmar su belleza. Tanto para Beatriz, como para Lola, el auto reconocimiento de su belleza es un acto que les da poder.
Para Lola, el otro personaje, mirarse en el espejo es un medio para la experiencia del placer sexual. En el siguiente pasaje, Martínez (1940) sugiere un acto de masturbación.

“[…] Un escalofrío la recorrió; y luego, el deseo de sentirse entre los brazos de Juan, fue tan fuerte, que pensó iba a morir; sus labios resecos y entreabiertos creían estar unidos a los de él; las manos ansiaban encadenarlo; todo su cuerpo convulso palpitaba. Jadeante se retorció dos o tres veces. Quieta ya, con una vaguedad estúpida y cerrada a los ojos permaneció ahíta de placer, hasta que el frío la obligó a levantarse. Cansada, se acercó al peinador.” (Ibíd. 1940, pp. 182).

La emoción del placer sentido la enfrenta a su cuerpo:

“se desvistió, deseando mirarse desnuda en el espejo. Su pudor la detuvo un momento, pero, resuelta, dejó caer la camisa. Con los brazos detrás de la cabeza, se acercó al espejo del armario, donde se reflejaban sus senos compactos, con el pequeño pezón rosado; luego, el vientre formado para concebir, sus caderas de curvas que se iban suavizando, hasta volver a formarse en las pantorrillas.  Maravilloso cuerpo que, iluminado por la luz artificial, adquirió suaves tonalidades de marfil.” (Ibíd.1940, pp.182)

Esta escena es sumamente poderosa porque, aunque el amado está en su mente, físicamente el placer sexual de Lola no depende de Juan ni de su mirada, es decir, el falo pierde su centralidad. El placer se centra en la propia experiencia del cuerpo femenino. Lo que Irigaray describe como una posibilidad autentica de ser mujer que no esté en relación, complemento o falta, del hombre (Irigaray, 2007). Por otro lado, la mirada de Lola frente al espejo representa la transgresión de su propio pudor, incluso estando sola, para finalmente contemplarse curiosa y altiva en un momento de placer y deseo. La descripción del cuerpo desnudo y sobre todo su pose abierta y seductora -de pie y con los brazos detrás de la cabeza- expresa el ímpetu y erotismo que embargan a Lola en ese momento.
Cabe decir que a pesar de que Lola representa a la mujer mala en la dualidad, ni ella, ni ningún otro personaje terminan castigadas física ni simbólicamente, no hay un símbolo de sanción moral como ocurre en novelas canónicas. Para ambas, la mirada frente al espejo esta más allá de la vanidad, es un espacio de intimidad, individualidad, introspección, libertad que se fundamenta en la mirada propia y el propio placer, físico e intelectual.

Maternidad

La centralidad del falo que mantiene el discurso hegemónico, esta también en el fin reproductivo del sexo. En este contexto histórico el cuerpo femenino es clave en el debate público en la medida que la mujer es la reproductora de ciudadanos. En la novela Sangre en las manos, escrita por Laura Pérez (1959), la autora trata los conflictos alrededor de la maternidad obligatoria en un medio social que privilegia la sexualidad masculina. La protagonista, Estenia German, es una cirujana obstetriz que en la clandestinidad realiza abortos en Quito en los años treinta. Con este personaje, la autora plantea el desafío máximo al orden sexual, una mujer que rechaza aparatosamente el rol de madre. 
La novela desarrolla un lenguaje crudo para hablar del cuerpo gestante y la interrupción del embarazo, en medio de un proyecto eugenésico que focaliza el valor de las mujeres en su capacidad de producir ciudadanos “óptimos”. La descripción de las matrices sangrantes, los fetos degollados, son parte de un lenguaje que aborda la violencia de la maternidad no deseada, la autora aconseja resignación, sacrificando el cuerpo y la reputación de la madre por el bien del hijo. Un acto que ella describe como una inmolación pública del cuerpo femenino a nombre de la patria. Pero aquí me voy a centrar en una de las escenas más llamativas de la obra.
Se trata del momento en que Estenia se realiza a sí misma un aborto. Sin ninguna anestesia, frente a “un gran espejo que llega al suelo” y con la única asistencia de su enamorado, un estudiante de medicina que no se anima a operarla, Estenia se opera, en lo que la autora describe “como una maga de la obstetricia” (Pérez, 1959, pp. 91). Al terminar, Estenia pide ver el recipiente con los restos de la operación y al verlo se arrepiente dolorida por el hijo muerto al mismo tiempo que se enorgullece por su habilidad operatoria:

-¡Ay, mi hijito!...De gana lo maté…Tan lindo que hubiera sido. Con tus ojos de cielo y tu pelo rubio. Bien me dijeron que tu eras un demonio por dentro. Que tu cara engaña. Obligarme a destruir esta criaturita…Aquí esta una manito…Ve este pie tan chiquitito y bien formado. ¡Un varón!...¡Qué lástima!...¿Por qué fui tan bruta, Dios mío? Aunque te vayas debí dejarlo nacer porque así conservaba algo tuyo que no se iría…Esta es la cabecita…¡Ay!...Qué redondita y pelada…
Se queda un momento en muda contemplación la partera; enjuga su llanto y ya casi serena comenta:
-¡Qué soberbia operación! Si a mí misma me parece mentira que haya podido operarme viéndome en el espejo. Como todo se ve al revés…
Y nuevamente el lloro:
-¡Ay, la carita!...Tan bonita desde ahora. Qué belleza hubiera sido después…Tú tienes la culpa. ¡Eres un malvado!...
-Calla, loca, que estás apurando mi paciencia. Con tu querer te lo arrancaste. Tu gozas cuando destruyes. Me dí cuenta viendo con que fruición te vaciabas las entrañas (Pérez, 1959, pp. 93).

Con esta escena la autora demuestra la fuerza y resistencia física de Estenia, su experticia en la cirugía, pero, sobre todo, resuena el vaivén entre la maternidad, que ella finalmente rechaza y su vanidad profesional. En este caso, el gran espejo no es un medio para la vanidad física, sino para la vanidad profesional. Gonzalo Humberto Mata, escritor de la época quien escribe el prólogo de esta novela, comenta que esta es la única parte de la obra que a él no le convence por lo irreal y exagerada: “Para mí, esto es muy extraño, por más pinzas especiales que se hubiera inventado la Geramán.” (Mata, 1959, pp. 16). Más allá de la veracidad de la escena, la tensión que encuentra Mata en su lectura, es el horror ante la posibilidad de que una mujer se realice a sí misma un aborto y todavía pueda vanagloriarse de su habilidad profesional.
Por otro lado, la referencia de Mata (1959) a las “pinzas especiales” tampoco es menor. Este es un elemento simbólico que funciona a varios niveles. Cuando Estenia decide realizar su primer aborto para ayudar a su amiga Sabina, ella debe conseguir las pinzas y otras herramientas para la operación. Estenia narra cómo manda a construir bajo su propio diseño las pinzas, con joyas de plata robadas a su madre.

“Quiero que él (un viejo platero de la Ronda) me fabrique unas pinzas, según mi invención, y para que no sospeche le diré que son unos ganchos para hacer tejidos de lana. Ya verás como el viejo lo cree. Lo demás tenemos que comprar. Lo más caro es el “especulum” [comillas de la autora], pero un compañero lojano que es pícaro, pero callado, y, además me hace la corte, seguro que me lo presta; le he de decir que es para hacer una curación y me lo ha de dar sin recelo”. (Pérez, 1959, pp. 50)

Esta descripción sobre el instrumental que usa Estenia para los abortos es representativo porque al inicio no los posee y debe conseguirlos. Por un lado, está de por medio su ingenio como cirujana que diseña su propio material y por otro lado, su ingenio como malhechora que engaña y roba.
El “especulum” que, además la autora subrayar entre comillas, es también un elemento reflectante, es la posesión de un hombre a quien ella debe pedir prestado para iniciarse como cirujana. En términos prácticos el especulum es un instrumento reflectante y su función es dar luz para mirar el cuello del útero, su reflejo permite observar la matriz. Dicho espejo, esencial en el ejercicio de la ginecología, representa el poder que ella debe tomar clandestinamente de un hombre para ejercer su profesión. Además, cuando Estenia se realiza a sí misma un aborto, las pinzas y el especulum, que Mata referencia como “especiales”, son las que le permiten mirarse a sí misma, mirar y llegar a su interior.
En esta escena Estenia examina e interviene su propio cuerpo, con pinzas de su creación, y el especulum que es la herramienta de visión hurtada a un hombre. Inevitablemente al pensar en el especulum en estas condiciones, se debe regresar a la propuesta de Irigaray (2007), quien construye la metáfora del especulum, precisamente, como el espejo curvo que refleja la propia imagen, para romper la dualidad del espejo plano, donde la mujer se mira como la imagen alterna del hombre. Para Irigaray la mujer no debe definirse como alterna del hombre, sino a partir de sí misma, a partir de la propia experiencia de su cuerpo. El especulum, es por excelencia la herramienta para “visibilizar” el cuerpo de la mujer y Estenia lo usa en sí misma, se mira a sí misma. Tal como Irigaray propone, en esta escena el especulum de Estenia permite que la mirada del hombre quede por fuera y es la experiencia del propio cuerpo femenino la que prevalece.
La imagen de Estenia, resulta monstruosa en la medida que es una mujer, que representa todo lo opuesto del ideal femenino en el discurso hegemónico, la misma Estenia plantea sorprendida: “Si a mí misma me parece mentira que haya podido operarme viéndome en el espejo. Como todo se ve al revés…” (Pérez, 1959, pp. 93). Lo que sugiere un mundo de posibilidades donde se revierte el poder. Al abortar sola frente al espejo con sus propios instrumentos Estenia pone nuevamente la propia mirada del cuerpo femenino como ejercicio de autonomía y subjetividad, que como dice Irigaray, se reconoce en el reflejo inverso donde no existe la mirada masculina que la defina o la sancione.

Conclusiones

Estas novelas son un testimonio de la historia de las mujeres y el proceso por el que se piensan a sí mismas como sujetos. En el marco del proyecto eugenésico de la primera mitad del siglo XX, que demanda a las mujeres el servicio de su cuerpo a la reproducción nacional, las autoras proponen a través de la escritura un nuevo sujeto femenino que problematiza la sexualidad y construye su subjetividad a través del acto de representación.
Desde un relato que, en principio, parece reproducir el rol de la mujer como madre, cuidadora y guía del orden moral, las autoras en realidad construyen un discurso disruptivo cargado de símbolos que evidencia una subjetividad íntima femenina, independiente de la mirada masculina, tanto en los personajes, como en la autoría. Así los espejos funcionan como un símbolo de auto representación donde el cuerpo femenino deja de ser un objeto y se convierte en sujeto con consciencia, poder y autodeterminación.
Este análisis, además, planteado desde una perspectiva interdisciplinar entre historia y literatura, da cuenta no sólo de la construcción de representaciones e imágenes. Estas imágenes tienen relevancia en el discurso intelectual y en la narrativa nacional de manera más amplia para evidenciar la experiencia de las mujeres como sujetos creadores en relación con sus cuerpos.
Tanto en la obra de Martínez (Martínez, 1940) como de Pérez (Pérez, 1959), la propia mirada femenina sobre su cuerpo cambia su lugar de objeto a sujeto -a través de quien observa y de quien escribe-, los personajes toman decisiones de cuidado, placer o aborto, que finalmente les da autocontrol sobre su cuerpo. Pero el mayor acto de resistencia está en el propio ejercicio de la escritura que realizan las dos autoras al representar la mirada femenina viendo su propio cuerpo, llevado al espacio público de la producción literaria.

Nota

1|   Me refiero especialmente a las obras de Huasipungo y Los que se van, como obras fundantes del periodo y que requieren un necesario análisis del lenguaje estético que construyen sobre el cuerpo femenino como motivo del desarrollo masculino.

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