ARTÍCULO ORIGINAL
“Yo no creo en los chicos malos”: La autofiguración homoerótica en a poesía de Osvaldo Bossi
(“I don’t believe in bad boys”: Homoerotic autofiguration in Osvaldo Bossi’s poetry)
Enzo Cárcano*
* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas” - Universidad de Buenos Aires (CONICET, ILAR, UBA) - Universidad del Salvador (USAL) - Otamendi 20 - 5 B - CP 1405BQB - Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Argentina. Correo Electrónico: enzo.carcano@usal.edu.ar
Resumen
Con El muchacho de los helados y otros poemas (2006), la trayectoria lírica de Osvaldo Bossi, iniciada casi veinte años antes, tiene una bisagra. De las “máscaras” con las que se revestía el hablante lírico en los poemarios previos —el Coyote en Del coyote al correcaminos, escrito en 1988 y publicado recién en 2007; los personajes de Hamlet en Fiel a una sombra, de 2001—, se pasa a un “yo” que asume su deseo sin estridencias mediante un lenguaje sencillo y un ritmo cercano, por momentos, a la prosa. Paralelamente a esa afirmación —y en estrecha relación—, comienzan a poblar los poemas de Bossi una serie de personajes marginales, los “chicos malos” de su última antología (Chicos malos, 2012). Estos aparecen siempre ponderados por el hablante, otrora uno de esos habitantes de los bordes, según nos dice en El muchacho de los helados. En el presente trabajo se propone un repaso de la trayectoria lírica bossiana en relación con su contexto de aparición (los años noventa), y una aproximación a su poética para estudiar cómo se ha transformado hasta llegar, en el último libro, a la recuperación y reivindicación esas subjetividades subalternas por medio del homoerotismo. Este recorrido, en el que se van incorporando paulatinamente elementos autobiográficos, puede leerse como estrategia de autofiguración, es decir, de construcción y proyección de una imagen (ficcional, pero con elementos referenciales) por parte del autor.
Palabras Clave: Bossi; homoerotismo; marginalidad; poesía argentina; autofiguración.
Abstract
Osvaldo Bossi´s lyrical career, which started twenty years before, changes with “El muchacho de los helados y otros poemas” (2006) (The boy of the ice-cream and other poems). The “masks” by which the lyrical speaker was covered in the previous book poems – the coyote in Del coyote al correcaminos (Coyote and the Road Runner), written in 1988 and released in 2007, the character of Hamlet in Fiel a una sombra (faithfull to a shadow) 2001-, went over to an “I” that assumes without stridencies, by means of a simple language and a close rhythm, at a time, to the prose. Parallel to this statement -and in close relationship-, a series of marginal characters begin to populate the poems of Bossi, the “Los chicos malos” of his latest anthology (Bad Boys, 2012). These are always pondered by the speaker, another of those inhabitants of the borders, according to what the boy of the ice-creams tells us.
In this work, we propose a review of Bossi´s lyrical trajectory in relation to its context of appearance (the 90s), and an approach to his poetry to study how it has been transformed until, the recovery and vindicate of those subaltern subjectivities through homoeroticism in his last book. This itinerary, in which autobiographical elements are gradually incorporated, it can be read as a strategy of auto-figuration, that is, of construction and projection of an image (fictional, but with referential elements) by the author.
Keywords: Argentinian poetry; autofiguration. Bossi; homoerotism; marginality.
Introducción
En la tercera reimpresión de Tres, publicada por el sello Caleta Olivia en 2016, su autor, el poeta Osvaldo Bossi, incluye una serie de piezas titulada “Fiebre”, que no había estado presente en las dos ediciones anteriores, de 1997 y 20061. La razón de la ausencia primera y de la demorada inclusión la hallamos en el epílogo que, bajo el título de “Antídotos”, cierra el poemario: este -el primero de Bossi en publicarse- fue escrito durante una larga internación en el Hospital Muñiz de la Ciudad de Buenos Aires por complicaciones derivadas -lo confiesa el autor aquí- del VIH. A finales de los noventa, esa fiebre no podía ser dicha y la exclusión de la sección que la tematizaba es sintomática de la configuración del campo literario argentino de aquellos años y, más aún, vista desde hoy, de la apertura que este ha experimentado. Pero también da cuenta -y eso es lo que nos interesa aquí- de los cambios que la propia poética de Bossi ha sufrido. Si en 1997 una fiebre quedaba omitida, otra -según denominación del propio autor (Bossi, 2016: 77) - aunque entonces todavía casi linealmente asociada a la enfermedad, comenzaba tímidamente a decirse: la del deseo homoerótico. Con El muchacho de los helados y otros poemas2 (2006), la trayectoria lírica de Bossi tiene una bisagra, un quiebre. De las “máscaras” con las que se revestía el hablante lírico en los poemarios previos —el Coyote en Del coyote al correcaminos, escrito en 1988 y publicado recién en 20073; los personajes de Hamlet en Fiel a una sombra, de 2001—, se pasa en el cuarto libro a un “yo” que asume su deseo sin estridencias mediante un lenguaje sencillo y un ritmo cercano, por momentos, a la prosa. Paralelamente a esa afirmación —y en estrecha relación— comienzan a poblar los poemas de Bossi una serie de personajes marginales, los “chicos malos” de su última antología (Chicos malos, 2012). Estos aparecen siempre ponderados por el hablante, otrora uno de esos habitantes de los bordes, según nos dice en El muchacho de los helados… En el presente trabajo, se propone un repaso de la trayectoria lírica bossiana en relación con su contexto de producción y publicación (los años noventa), y una aproximación a su poética para estudiar cómo se ha transformado hasta llegar, en el último libro a la recuperación y reivindicación esas subjetividades subalternas por medio del homoerotismo. Este recorrido, en el que se van incorporando paulatinamente elementos autobiográficos, puede leerse como estrategia de autofiguración, es decir, de construcción/proyección de una imagen (ficcional, pero con elementos referenciales) por parte del autor.
Bossi y la poesía de los 90
Los años noventa en la Argentina estuvieron marcados por el afianzamiento de la democracia, pero, al mismo tiempo, por toda una cultura política y económica (que suele resumirse, quizá de modo demasiado simplista, en la figura de Carlos Saúl Menem, presidente entre 1989 y 1999) que acabaría desembocando en la crisis de 2001, pero que gozó, si no de popularidad, al menos de aceptación o indiferencia de buena parte de la ciudadanía. Frente a la banalización de la política, el neoliberalismo, la corrupción, las privatizaciones, la apatía, la entrada del país en lo que se llamó la era del consumo y las consecuencias socioeconómicas de todo este proceso, “lo que queda es una visión desencantada, un presentismo antiutópico” (Mallol, 2017: 21). Como el resto del campo intelectual, en este contexto, la poesía registró cambios significativos en relación con las estéticas que imperaban antes, por lo que, ya en ese momento, la crítica acuñó la expresión “poesía de los 90” para referirse a ella. No obstante, con este marbete no se alude a un tipo único y fácilmente delimitable de quehacer poético. Siguiendo a Anahí Mallol, quien ha sido parte del fenómeno como poeta y, a la vez, ha estudiado detenidamente su surgimiento y desarrollo como crítica4, quizá podría hablarse —apelando a una idea de Arturo Carrera— de dos líneas: la del espamento y la del sigilo:
En eso que se ha dado en llamar poesía joven de los noventa, los poetas del espamento están bastante claros; delimitados ya en repetidas oportunidades por la crítica, han captado incluso la atención de los medios, no solo de las publicaciones especializadas. Uno no puede dejar de pensar entonces en la preeminencia de ciertas estéticas noventistas que recorrerían los andariveles, nunca exactamente definidos, de un “realismo sucio”, voluntariamente antipoético y antilírico, con un lenguaje “vulgar”, y que se ha manifestado en ocasiones heredero, entre otras cosas, de cierto objetivismo, y [en el otro polo] una poesía que busca, del lado de lo banal y lo gratuito, lo kitsch y la fantasía, la impostación de una voz aflautada, el efecto de lo pop, con un humorismo y unos juegos de lenguaje que remiten a cierta zona del neobarroco (2006: 204).
Aquí tendríamos, de un lado, a poetas como Washington Cucurto, Alejandro Rubio o Martín Gambarotta, y, del otro, a Fernanda Laguna, Cecilia Pavón o Romina Freschi, por mencionar solo algunos pocos. A estos habría que agregar, dice Mallol, las “poéticas del sigilio”, “aquellas que han sido desplegadas en un silencio cauteloso” (2006: 204), entre cuyos representantes estarían, por ejemplo, Paula Jiménez España, Carlos Battilana o Martín Rodríguez. Sin embargo, como bien reconoce la investigadora, esta división recogería solo un eje de una caracterización que, por su problematicidad, requiere de varios o, más bien, de la interrelación que establecen esos ejes para producir constelaciones. Estos serían:
1. la concepción acerca del lenguaje poético; 2. los temas a los que los poemas se refieren, o los materiales extra-lingüísticos a los que en primera instancia se remiten; 3. las poéticas que se ponen en juego, explícitas o implícitas; 4. la concepción del sujeto del enunciado; 5. la concepción del sujeto de la enunciación y la figura de poeta que se desprende de los textos; 6. la relación con las poéticas inmediatamente anteriores en un espectro que abarca por lo general las tres décadas anteriores, es decir, desde los años 60 a los poetas contemporáneos (2017: 24).
La consideración de estos rasgos y sus (inter)relaciones dan como resultado un panorama complejo y de límites difusos.
Por su parte, Alicia Genovese, al estudiar el tránsito de los ochenta a los noventa, advierte un proceso de “reterritorialización”, tanto a nivel estético, retórico y referencial (2006: 95-96) como de circulación textual. Discursivamente, este fenómeno dio lugar a la hibridez, es decir, la incorporación de otras voces y registros al campo de lo lírico (2011: 149-150), rasgo en el que Ana Porrúa descubre lo verdaderamente novedoso de esta poesía: “la incorporación de los materiales o los signos propios de la época: la publicidad, las marcas (…), el rock o el heavy metal. Y, en relación a estos elementos, ciertos registros que dan cuenta de una voz generacional, de una voz joven, aunque ésta no sea la mera repetición de sus formas de hablar sino casi siempre un artificio” (2003: 87). A esto habría que agregar materiales usualmente considerados “bajos”, por fuera de lírica tradicional, como el cine, la televisión o el cómic (Genovese, 2011: 150 y ss.).
Entretanto, Francine Masiello, quien sitúa la poesía noventista en un marco referencial preciso (la ciudad) y en diálogo con la generación del 50 (Leónidas Lamborghini, Ricardo Zelarayán, Joaquín Giannuzzi), sostiene que esta nueva esética “somete la inquietud por la identidad o las políticas de remembranza a un agudo e irónico distanciamiento que poco o nada comparte con las inquietudes culturales de la generación anterior” (2013: 285). Allí, en esa mirada irónica, estaría, según la crítica estadounidense, su política. A propósito, también Ana Porrúa ha puesto el foco en lo que de gesto político tiene una “zona” de la poesía de los 90, esa en la que “el paisaje de la pobreza reaparece con una fuerza inusitada y se plantea como diseño de ciertas representaciones del límite” (2002).
Si bien comparte algunos de los rasgos de la poesía de los 90, la producción lírica de Bossi —“sigilosa”, al decir de Mallol— parece, más que refrendar la división en grupos, problematizarla: formó parte de la publicación 18 Whiskys, cercana a Diario de Poesía, y compartió el desencanto del grupo para con la estética de la generación anterior (Mallol, 2008: 232), pero “no era por donde (…) quería transitar” (Yuste, 2016). A propósito, Silvio Mattoni cuestiona el realismo y el gesto político usualmente asociados a la lírica noventista como ejes centrales de toda caracterización y vuelve la mirada a una línea poética (en la que estarían Bossi, Walter Cassara y Carolina Cazes) que hace foco en la experiencia, más allá de cualquier gesto de reivindicación: “en esta forma de escribir poesía tal vez sólo trate de unir las experiencias más intensas e intrasmisibles con ese mundo de placer y terror en palabras que llamamos literatura no para modificar sus normas, sino para que ciertas pasiones encuentren allí una vasta arena donde trazar alguna huella” (2005: 63). Compartimos con Mattoni tal apreciación, aunque creemos que este costado más íntimo de la producción bossiana no soslaya (quizá, de hecho, subraya) lo que de político (haya sido o no buscado por el autor) ostenta en su trabajo con el homoerotismo y con la apelación a este deseo para recuperar personajes marginados. En efecto, el proceso que va del primero al último libro de Bossi da cuenta, como queda dicho, de una estrategia de autofiguración homoerótica5, que, en buena medida, puede relacionarse con el modo en que esta temática ha ido afianzándose en la sociedad y la literatura argentinas.
Desde la imputación por pornógrafos e inmorales que, en 1959, sufrieron Jorge Lafforgue, Oscar Masotta y Carlos Correas a raíz de la publicación de “La narración de la historia”6, escrita por el último y aparecida en la revista Centro, que dirigían los primeros, pasaron más de cincuenta años de luchas por la visibilidad y el reconocimiento hasta que se sancionaron la ley de matrimonio igualitario (2010) y la ley de identidad de género en la Argentina (2012)7. En consonancia con estos hitos sociopolíticos, la temática homosexual —y LGBTTIQ en general— ha ido ganando terreno en la literatura. No obstante, en este contexto, la poesía ocupa todavía un lugar secundario, aun a pesar de escritores de gran trayectoria8. A modo ilustrativo, en un artículo aparecido en el diario La Nación, Daniel Gigena (2016) propone una “biblioteca LGBT nacional” compuesta por 19 obras9, de las cuales ninguna pertenece de modo cabal al género lírico. Curiosamente, aparece en el catálogo Adoro, la primera novela de Bossi, pero ninguno de sus poemarios previos.
Máscaras
Como alternativa a la noción de “género literario”, que ha suscitado tradicionalmente tantos problemas delimitativos, el teórico francés Antonio Rodrigues (2003) propone la de “pacto discursivo”, concepto necesariamente histórico que supone un “acuerdo” tácito entre escritor y lector, y que implica un conjunto de elementos formales cuya prevalencia determina a qué tipo de pacto adscribe un texto. En el pacto lírico, por ejemplo, el componente definitorio es la afectividad, esto es, la apuesta por “hacer sentir y re-experimentar al lector las disposiciones afectivas del sujeto con el mundo, los otros y lo otro” (Zonana, 2008: 39). Para ello, para que el lector pueda reconocer tales disposiciones, el pacto lírico se vale de tres formantes: la formación subjetiva, por la que se atribuye el discurso a una voz, uno o varios sujetos, o, eventualmente, a una entidad; la formación sensible, que remite a la materialidad sonora y física del texto (rima, ritmo, espacios, silencios, métrica, entre otros tantos); y la formación semántico-referencial, que da cuenta de las posibilidades evocativas del discurso a través de lo que Combe (1999) llamó la “referencia desdoblada”. Entre los aspectos que hacen al primero de los formantes mencionados, se halla la relación entre la persona gramatical y el paciente de la experiencia afectiva del poema. Cuando la primera persona que enuncia y el paciente coinciden (y tal relación se mantiene en el texto), se habla de “sujeto lírico”. Pero suele suceder también que se den “otros enunciados en primera persona, con instancia de discurso fija en las cuales el sujeto paciente tiene la entidad de una máscara (…) que corresponde a un personaje literario, mítico o histórico” (Zonana, 2008: 48), que, según Scarano, es una “técnica compositiva de distanciamiento y objetivación del tan mentado yo confesional del romanticismo” (2004: 104). Con todo, subraya Zonana: “la apropiación de una máscara en el monólogo dramático no impide que exista una proyección del mundo del escritor en el texto, e incluso a veces opera como un recurso para ocultar evaluaciones personales acerca de un estado de cosas en el mundo real” (2008: 63-64).
Este doble juego de distanciamiento del tono estrictamente confesional y de referencia velada y necesariamente indirecta al mundo extratextual es lo que, según creemos, intenta Bossi en sus primeros poemarios al revestir la voz lírica con máscaras —quizá sería más preciso “disfraces” para distinguirlas de la máscara que también es el “yo”— de personajes propios de la cultura popular. El autor, como algunos de sus compañeros de generación (Hernán La Greca o Roberta Iannamico, por mencionar solo un par), apela a discursos usualmente no considerados poéticos para problematizar críticamente la realidad. La primera sección del primer libro escrito, “Los poemas de amor que el Coyote le escribió al Correcaminos”, está vertebrada por un hablante que se identifica con el conocido canino televisivo, quien, ya en la primera pieza, confiesa su insaciable deseo:
Esta historia comenzó
hace mucho tiempo.
He perdido
la cuenta de los años,
y el Correcaminos
sigue delante de mí,
lejos de mí…
Sólo lo veo un instante
y esa pequeña ráfaga me basta
para alimentar el deseo
—la desesperación del deseo (Bossi, 2007: 29).
El reconocimiento, confuso y temprano —“yo era un cachorro de Coyote. / No sabía bien / por qué sucedían las cosas” (Bossi, 2007: 30)—, de ese amor imposible despierta en el Coyote la impotencia —“Pensaba en su bello plumón / y esa sola verdad / hería mi sangre / y me atormentaba” (Bossi, 2007: 30)— y lo lleva a concebir, como única posibilidad de posesión, el crimen: “Mi urgencia por tomar / el bocado prohibido / suscitó la idea del crimen / ¿o fue al revés?” (Bossi, 2007: 31). La clandestinidad de ese deseo queda de manifiesto en “IX”, donde el Coyote relata la incomprensión que sufre y la censura a la que es sometido:
Mi amigo, el Pablo
me llamó por teléfono.
Ya sabe algo
de mi oscura obsesión
y me desaprueba.
Me trajo un álbum
de bellas coyotas desnudas
que yo miré por cortesía,
fingiendo atención.
Él se quedó más tranquilo
y yo jugué a ocultar
esta extraña fascinación
y caída
por lo imposible (Bossi, 2007: 35).
La popularidad que el Coyote reconoce haberse granjeado con sus “intentos / por alcanzar la cima del amor” (Bossi, 2007: 36) en “X” no restañan su sufrimiento, que, en las últimas composiciones se hace evidente, aunque no lleva al personaje a cejar en la empresa de atrapar al Correcaminos —“en mis labios, la misma / antigua palabra de amor / se desmorona. / Mañana será otro día” (Bossi, 2007: 37)—, persecución que, aunque quimérica, parece ser el doloroso fundamento de la existencia de ambos: “A veces / creo que mi amigo / no quiere abandonar / el camino de este amor” (Bossi, 2007: 37). En la segunda sección del poemario, “Los batipoemas”, una voz lírica en tercera persona, distinta de los pacientes, Batman y Robin, cuenta las desventuras de estos personajes, que vivieron forzados a encubrir sus verdaderas identidades y aun su deseo:
Ciudad Gótica
los veneró
siempre y cuando ocultaran
sus familiares identidades
bajo antifaces y capuchas.
Ellos un día
se cansaron de irrealidad (“II”, Bossi 2007: 41).
Los villanos de la serie televisiva aparecen como trasuntos de los condicionamientos sociales a los que el amor entre los héroes debe ceñirse e incluso de la persecución que conlleva en un contexto de incomprensión. Nuevamente, Bossi parece aprovechar el paulatino ensanchamiento de lo tradicionalmente considerado como lírico que permite la hibridez de discursos, rasgo propio del momento en el que escribe:
Se escaparon todos los pillos
de la penitenciaría de Ciudad Gótica.
Pingüino, Gatúbela, Guasón,
el Bibliófilo y el Capitán Hielo,
el Acertijo y el Rey Tut…
Quieren atrapar
quieren matar al Dúo Dinámico.
Hasta cuándo
deberán seguir pagando
el precio de su amor? (“VIII”, Bossi, 2007: 44).
La tercera persona de la voz enunciadora solo se torna en primera cuando Robin inquiere a Batman por las eventuales consecuencias del descubrimiento de su amor. En clave televisiva, el Chico Maravilla le pregunta a su compañero si su vida será realmente viable en caso de que ello ocurriera:
Batman
qué pasará si un día
nos descubren?
Si alguien, alguna vez
revela lo nuestro?
Te imaginas la cara
que pondrá Superman?
Podremos encontrarnos
a la misma batihora
y por el mismo
baticanal? (“X”, Bossi, 2007: 45).
Como se ve, el aparato censor está encarnado fundamentalmente por lo masculino, personificado aquí, precisamente, en el súper hombre. Este rasgo tendrá continuidad a lo largo de la producción bossiana, pero irá perdiendo peso de modo paulatino, paralelamente a la consolidación de la autofiguración homoerótica.
Al distanciamiento que imponen esas “máscaras”, se suma el hecho de que, como se trata de personajes populares propios de ámbitos como la televisión o el cómic, el eventual componente dramático de sus historias de amor frustrado se ve ensordinado: “… no deja de ser un deseo que aún no se atreve a ponerle nombre humano a su objeto”, dice Silvio Mattoni (2011: 8). A esto se suma, como bien señala Walter Cassara en el prólogo del libro, el hecho de que tanto el Coyote y el Correcaminos como Batman y Robin remiten al lector a la infancia, “contexto donde el erotismo se prodiga de todas las formas posibles, aunque raras veces condesciende a ser nombrado” (2007: 11). En el mismo sentido apuntaba tempranamente Diana Bellesi, quien, antes de que el poemario fuera dado a conocer públicamente, ya escribía que el autor “… desciende al umbral de la infancia y construye, con los residuos de una mitología televisiva, (…) un libro de amor. Teje y asume a sus héroes desde el revés de la trama visible, haciéndolos comparecer por sus rostros secretos y cargados de una dulce humanidad que deshace los paradigmas del cartón y rehace la magia del cartoon. Poemas que no piden disculpa” (1996: 61). Notable síntesis de la tensión que Bossi logra con sus “máscaras”: alejamiento del lirismo confesional y del lugar común, pero, a la vez, “humanización” de los personajes —socialmente asociados a esos “paradigmas del cartón” heteronormativos— por medio del deseo homoerótico, cuya posibilidad, entonces todavía difícil, “rehace la magia del cartoon”. De este modo, la propuesta bossiana en el primer libro escrito se aleja de otras que, por aquellos años, también apelaron, a la vez, a la infancia y a cierta estética pop (las poetas en torno del sello Belleza y Felicidad o del grupo Zapatos Rojos, por ejemplo), aunque en ambos casos el objeto haya sido, de alguna manera, cuestionar ciertos estereotipos y prejuicios sociales.
Este juego de enmascaramiento, sin embargo, no aparece —al menos no explícitamente— en la sección final del libro, “Piezas sueltas”, en la que una voz recorre en pocas escenas el mismo derrotero de deseos imposibles que estructuran los apartados previos: “Camino como un loco por encima del mar, / alimento con panes a una multitud / expulso demonios, resucito muertos… / Todo lo hago para que me ames” (“Bíblica”, Bossi, 2007: 65). Curiosa es, en este sentido, la composición titulada “Dilema”, ausente en la edición de 2007 y recién incorporada en la de 2010 (2a ed., Buenos Aires, Folia). En ella, en un tono marcadamente lúdico, el hablante se pregunta primero, e interroga a un “tú” ausente después:
Cómo hablar de una verga
Sin que verga el censor,
cualquier censor
con su espada de verga
y la verga de un tajo?
Y con qué verga
de la palabra universal
sustituir tu verga tangible? (Bossi, 2011: 34).
Sin máscaras y con un lenguaje directo, el hablante repite “verga” once veces en quince versos, pero el efecto disruptivo aparece un tanto diluido por el juego lingüístico. Con todo, se repite la censura en una figura masculina definida por su “espada de verga”: lo masculino puede ser, por un lado, la posibilidad (de amor, de deseo), pero, por el otro, su opresión.
Como señala Siles, podría pensarse que los últimos versos funcionan como una suerte de clave poética: “Frente al dilema acerca de qué lenguaje utilizar para hablar del amor de un hombre hacia otro hombre, el autor, sin abandonar el humor ni la ironía, elige un lenguaje transparente, alejado de las acostumbradas codificaciones del denominado ‘discurso gay’ y también de las torsiones neobrarrocas” (2016: 81). Si bien coincidimos con el crítico tucumano, creemos que sus dichos resultan más ciertos al ser puestos en diálogo con la producción bossiana más tardía —que irá adoptando una retórica más despojada— y no tanto con la temprana. En cualquier caso, “Dilema” puede ser leído como un auténtico poema anticipador, y quizá a ello responda su tardía aparición.
Tres es un libro complejo dividido en cuatro secciones. Por un lado, están “Fiebre”, que mencioné al comienzo de este artículo, y “Valdemar”, en la que —podría pensarse— Bossi recurre a la máscara del personaje de E. A. Poe10 para tematizar la enfermedad y la vivencia de la confusa proximidad de la muerte, y que, por este mismo hecho, cobra mayor inteligibilidad con la aparición de la serie que la precede, omitida en la primera edición. Por el otro lado, hallamos “Tres”, que consideraré inmediatamente, y “Telémaco”. Estas últimas tienen en común la tematización del vacío, de la falta: en un caso, por el carácter insaciable del deseo; en el otro, por la angustiante espera de la vuelta del padre —rasgo eminentemente autobiográfico, aunque no esté expuesto en tal clave—, asumida por la “máscara” del hijo de Ulises.
En “Tres”, como sugiere su título, el deseo aparece circulando en una tríada de pacientes, de los cuales uno, que se identifica como masculino, asume, por momentos, la voz enunciativa. Él —puede inferirse— es el que de sí mismo dice al comienzo: “Un hombre que ama a un hombre / que ama una mujer está acorralado” (Bossi, 2016: 15). Como el Coyote que iba detrás del Correcaminos, aquí el hablante persigue al hombre objeto de su deseo, personaje que funciona como nexo entre sus dos amantes, que llegan, por momentos, a confundirse:
Cuando mi amado entra
al cuerpo de ella, es a mí
a quien tan hondamente
llega; me quita la respiración,
arrasa y mira a los ojos.
Pero cuando por mi propia
carne él entra, es a ella
a quien toca: desnuda, la puedo
sentir del otro lado suspirar (Bossi, 2016: 18).
Cabe pensar que, tal como afirma Bellesi en el prólogo, “la alteridad no es nunca abolida, ni al estar con otro, ni en la ilusión de ser otro” (2016: 10). El deseo, cuyo objeto escapa continuamente —“Hay un eros que lleva a la locura, / no encuentra paz, ni cuerpo / donde detenerse” (Bossi, 2016: 22)—, genera en el hablante un descentramiento —“Mire donde mire soy otro” (Bossi, 2016: 30—, un afán frustrado por salirse de sí e identificarse con el otro polo del triángulo, el femenino: “¿Una mujer es nada más que eso, / una mujer, y no yo, transfundido? Por qué / no puedo verla, reconocerla en / su soledad?” (Bossi, 2016: 24). Interminable circulación del deseo, este trío ilustra cabalmente que la posesión del objeto amado nunca es total y genera, a través de la falta, el goce: la satisfacción aquí pareciera solo posible en el descentramiento.
Un mecanismo de ausencia similar vertebra el siguiente libro, Fiel a una sombra11. En él, los personajes de la obra shakesperiana Hamlet dialogan a través de 52 poemas manifestando, alternativamente, sus sentimientos y frustraciones. Como en Tres, se da aquí una “cierta complicada geometría del amor” (Schilling, 2014: 7) que hace que, en todos los casos, el deseo perdure fugándose: entre Laertes, Fortinbrás, Horacio, Ofelia y Hamlet —algunos fantasmales, otros todavía vivos— se establece una compleja red en la que el afecto, el sexo y los celos se imbrican dramáticamente. La volubilidad del príncipe de Dinamarca, signada por el tormento existencial, es el motor de la acción y engendra la “tragedia lírica”:
(…) Tiene que haber una verdad
que no sea la suya, y tal vez seas vos, Laertes
o el áspero Fortinbrás, u otro, otros, cuyos nombres
se desvanecen apenas los toco con mis dedos.
Ellos son el reflejo de algo que no me deja ver
o yo soy una sombra que habla consigo misma.
Cuerpo de Laertes, me lleva lejos, llevándose
esta culpa; cuerpo de Fortinbrás, pesado como el oro.
cubriéndome con un velo funerario… A mí, su sombra,
su ardiente ciénaga también (“Hamlet sobre su madre”, Bossi, 2014: 25).
Laertes y Fortinbrás desean a Hamlet, quien amanece alternativamente en el lecho de uno y otro, pero poseer el cuerpo del ser amado, en Fiel a una sombra, es una de las formas de la pérdida. Quizá Horacio, leal a su amo hasta el final, sea el único que comprenda la dinámica del deseo, la sombra que los mueve a todos, pero que no posee ninguno. A diferencia del primer libro bossiano, cuyas máscaras pertenecían a la cultura televisiva, las de aquí vienen del teatro isabelino y, por este mismo hecho, acendran el dramatismo del poemario, del tono, que, a pesar del dialecto rioplatense en el que los personajes se expresan, resulta mucho más grave, ya que, como en la obra de Shakespeare, el inevitable final es la muerte.
“Yo no creo en los chicos malos”
Como bien observa Diana Bellesi, en 2006, con El muchacho de los helados y otros poemas, Bossi “abandona las máscaras” (2010: 14). A partir de ese libro, el sujeto lírico ya no hablará desde atrás de un personaje que lo encubra, sino que lo hará abiertamente, asumiendo su deseo y a aquellos que, desde ahora, serán el objeto predilecto de sus versos: los “chicos malos”. Dice, a propósito, la autora de Variaciones de la luz: “Lo perturbador, lo anómalo de esta escritura, parece ser el objeto de este amor: otro varón. Y la topografía donde se alza, que son las barriadas pobres, las villas miserias de la infancia y la adolescencia de Bossi” (2010: 12-13). La lírica bossiana “recupera” así, a través de su “mirada amorosa” (Almada, 2012: 11), a los jóvenes que habitan los bordes de la sociedad, aquellos seres que han sido relegados por su condición social: en El muchacho de los helados… será por medio del recuerdo, en el marco de una infancia marginal que el hablante comparte; en Chicos malos…, será mediante el homoerotismo, original procedimiento que reivindica a esos personajes subalternos con un discurso no canónico, el del deseo de un hombre por otro. Y es que, como señaló Didier Eribon, la literatura —y, cabría agregar, el arte en general— es uno de los lugares “por excelencia en los que se cuestionan las categorías dominantes” (1999: 16), es decir, “en que los disidentes del orden sexual se han esforzado por formular un discurso y por dar derecho de ciudadanía en el espacio público a realidades sexuales y culturales marginadas o estigmatizadas” (1999: 15). En este sentido, salvando las notables distinciones en lo que hace al lenguaje poético que cada uno construye, la poesía de Bossi, desde el cuarto poemario, se acerca a la del también argentino Ioshua, pseudónimo de Josué Marcos Belmonte (cfr. Cárcano12): ambos vuelven su mirada a los habitantes de aquello que Butler supo definir como “lo abyecto”13 (2002: 20) y los reivindican como alteridades posibles a través de la palabra, del deseo que en ella se expresa. Pero también hay que señalar que la trayectoria lírica de ambos poetas difiere: mientras que la del autor Pija birra faso no registra variaciones sobresalientes en cuanto al tono, el lenguaje o el lugar del hablante, la de Bossi, como venimos sosteniendo, describe, hasta llegar a El muchacho de los helados…, meandros pronunciados. Pero desde aquí, como si hubiera logrado la madurez suficiente como para asumir una voz lírica sin ambages, el “yo”, su mirada, se instala en los márgenes sociales y pone al descubierto, a la vez, la “precariedad” (cfr. Butler, 2009: 323) a la que están expuestos quienes cargan con el “estigma” doble —sexo-genérico y social— de no ceñirse a la norma y el desvío posible que encarna la poesía homoerótica.
Cabe señalar que, si bien el hablante adopta desde El muchacho de los helados… la primera persona singular, esta no deja de ser también una máscara —aunque no un disfraz, si por este entendemos el esconderse detrás de un personaje televisivo o de la cultura popular—: la actividad literaria (y la estética, en general) conlleva una diferencia ontológica fundamental e insalvable entre el yo lírico y el yo empírico. Con todo, la enunciación desde un “yo” refuerza el “pacto referencial” y los efectos que este implica, del mismo modo en que lo hacen los distintos elementos autobiográficos —“autobiografemas” o “autorgrafemas”, si seguimos la propuesta de Scarano (2014: 64) — que Bossi va incorporando en sus textos: la infancia en un contexto de pobreza, el abandono del padre, la relación con personajes marginales de la ciudad, el trabajo como escritor, entre tantos otros. Particularmente, interesa destacar el trabajo autoficcional14 en algún poema, como “Si pudiera sacarte de la droga”, de Chicos malos: “Cuando nos presentaste / le dijiste, orgulloso: Este es Osvaldo, un gran amigo. / Y agregaste, enseguida: Es escritor” (2006: 36). Si bien es cierto que este tipo de identificaciones nominales entre autor, personaje y hablante en un contexto de ficción remiten a eso que Manuel Alberca llamó “el pacto ambiguo” (2007), a medio camino entre lo autobiográfico y lo ficcional, en la trayectoria poética de Bossi, esta estrategia, lejos de reenviar al afán lúdico que suele asociarse a la autoficción, pareciera hacerlo a una particular voluntad de autofiguración, que se asume y afianza a la par del (y por medio del) deseo homoerótico.
En Ruego por el tornado (2006)15, libro que todavía comparte, en buena medida, el tono de Fiel a una sombra —“Estaré solo / para siempre, aunque estés conmigo. / No otra llave / me ofrece tu hermosura” (Bossi, 2011: 77)—, aparece ya una breve composición que puede servir como puerta de entrada del otro poemario bossiano de ese año, El muchacho de los helados… En esa pieza, aparecen un par de changarines que, ante la mirada del hablante, no se animan a confesar —o más bien, a aceptar— su deseo:
Cuerpo y alma
son dos cosas que se desean.
Atados por el cuello, a veces
no se miran, no se hablan:
cada cual hace lo suyo. Changarines
llevan su fardo sobre los hombros
y lo depositan, con un ruido pesado
en la parte trasera del camión.
Del uno al otro
solamente hay un paso
y ninguno lo da. Al levantarse, al acostarse.
Cuando friegan la olla.
Cuando se rompe el corazón.
Yo estoy en el medio de esa ruda batalla,
de ese amor implacable, en sordina,
por donde se lo mire (Bossi, 2011: 80).
Por primera vez en la poética de Bossi, son convocados a la “ruda batalla” del “amor implacable” —todavía “en sordina”— un par de personajes que hacen parte del paisaje urbano de los trabajadores informales, que cargan bolsas en un camión e incluso “friegan la olla”. Entre estos hombres hay una tensión homoerótica que ninguno se atreve a romper: como el cuerpo y el alma, se desean pero se ignoran —podría pensarse que por temor a esa censura que los tiene “atados por el cuello”—. Aquí también Bossi parece encontrar una retórica despojada que se ajusta al deseo de esos hombres del común, muchas veces marginados: abandonado ya el imaginario televisivo o literario de los libros anteriores, un lenguaje sencillo y que evita los virtuosismos metafóricos asegura un tono sin estridencias, sosegado, eminentemente narrativo, pero no por ello menos intimista.
En El muchacho de los helados…, la distancia es franqueada gracias a la curiosidad de la infancia: el hablante, anclado en su “yo”, recuerda —con algo de melancolía— el paisaje de pobreza y carencia que signó su juventud —“Como las chapas eran de cartón / las piezas se recalentaban enseguida”; “Yo, por ejemplo, parecía un niño muy pobre. / Me vestía con la ropa que habían juntado / los vecinos del barrio”; “(…) la casa de cartón y madera / pendía solamente de un hilo (…)”; “Los colchones y las almohadas / no están rellenos de lana / o de goma espuma, sino de aserrín” (Bossi, 2012: 53, 91, 93 y 99)— y a los personajes que lo poblaron, con quienes compartió el despertar de un deseo que se salía de la norma y los tempranos escarceos sexuales. Quizá el ejemplo más acabado sea el de Raulito Lemos:
Es cierto que alguien, antes
me había dicho que no lo hiciera,
que por ningún motivo
me bajara los pantalones
si otro chico me lo pedía.
Lo que no puedo acordarme, ahora
es quién se lo pidió a quién…
Cimbraron un poquito las cañas.
Parados al principio
y en cuclillas, luego
nos entregamos a una suave fricción
donde uno se olvidaba de sí mismo
y se encontraba en el otro,
donde tocar el sexo de Raulito
no era lo mismo que tocar
mi sexo, aunque fuera lo mismo (Bossi, 2012: 67).
Como en los poemas “Las escondidas” y “La camioneta destartalada”, aquí, un momento de intimidad entre los jóvenes desata las fuerzas sexuales latentes en ellos, a la vez que suscita la confusión que surge por el choque de esos impulsos y la educación recibida, del enfrentamiento entre el querer y el “deber”. Con todo, para el hablante, el placer parece ser argumento suficiente para justificar esas exploraciones eróticas: ya no se trata de un deseo subrepticio, sino de uno asumido. Y así, mediante esa satisfacción, el “yo”, que se rememora a sí mismo, “recupera” y reivindica, en ese mismo movimiento, a todos esos Raulitos que, como él mismo, habitaban los márgenes sociales y geográficos. Pero si en El muchacho de los helados… el tiempo es el del pasado recordado, desde Esto no puede seguir así (2010)16, adquiere preeminencia el presente del instante del encuentro. Del mismo modo, el hablante exaltará, a partir de este libro, los aspectos que halla más sensuales de sus amantes de los bordes: el desparpajo, la voluptuosidad, la fuerza, la autenticidad y la incorrección social. “Despedida” es un buen ejemplo:
Lo siento, padrecito,
pero voy a irme con mi amigo Lisandro
(…)
Aunque Lisandro sea, como usted dice,
un borracho perdido.
(…)
Ser bueno es algo hermoso, pero ser
malo como mi amigo Lisandro, créame
es infinitamente mejor… —aunque se drogue
a veces, quiero irme con él
(…)
Aunque usted no lo entienda
nunca, y nunca me perdone.
Aunque mi hermano se avergüence de mí
y ya no vuelva a saludarme.
(…)
Dulces
o amargas horas de farra y melancolía
junto al muchacho más lindo y
más vicioso de todo este pueblo (…) (Bossi, 2012: 124).
Como se ve, el hablante se siente cautivado por todos aquellos aspectos del comportamiento de Lisandro que contradicen la norma social, que no se adecuan a lo que se espera —a lo que el padrecito, autoridad moral del pueblo, espera— de un joven. No obstante, donde otros ven marginalidad o incluso peligro, el “yo” ve belleza. Esta lógica se repite en otras composiciones, como en “Esto no puede seguir así”, donde el sujeto lírico pondera un cierto grado de ignorancia del universo letrado al que él mismo pertenece: “Los Tadzios de Bossi no entienden nada de lo que se les dice. No entienden nada de poesía”, dice, a propósito, Lucas Soares (2010). El contraste entre la belleza lírica (de la letra) y la belleza física (del joven) despierta el erotismo, y al prevalecer la última (en la historia del poema), lo hace también la otra (en la escritura del poema):
Cómo puedo yo
estando ahí ese chico
terso y brillante como una espada,
seguir estudiando las disquisiciones
que cierto poeta famoso hace
sobre el verso libre, aunque sea tan
maravillosa su teoría (Bossi, 2012: 125).
Esta línea se continúa en Ni la noche ni el frío, de 201117, casi como si no se tratara de otro poemario. Si primero fue Raulito y luego Lisandro, ahora es Rafa, “un bello Catulo de 19 años / que no tiene la menor idea de quién es Catulo, / y ni falta que hace” (Bossi, 2011: 102). Este joven, que duerme “bajo un puente”, en un “colchoncito roñoso” (según los títulos de un par de poemas), aparece, en toda su pobreza, absolutamente sincero y abierto con su sexualidad, y ese andar despreocupado despierta la admiración y el amor del hablante en “Lo que más me gusta de mi amigo”:
Lo que más me gusta de mi amigo
es que no me niega tres veces,
ni siquiera una sola vez
cuando algún tonto le pregunta
si existe algo raro entre nosotros.
Todo lo contrario: me lleva por la calle
y me rodea el hombro con su brazo
como si yo fuera un dios,
o algo mejor que eso, una especie de dios particular
cuya felicidad consiste, extrañamente
en cumplir todos sus deseos.
Y si un muchacho en la calle
saca de la manga
una de esas tarjetas mugrosas
y nos ofrece lindas chicas
para pasar un rato en el prostíbulo,
él se adelanta y le dice
con su graciosa voz de chico malo
pero bueno en el fondo,
que se agradece la invitación pero
“a nosotros, no nos gustan las mujeres” (Bossi, 2011: 104).
En este poema, como se advierte, ya estaba prefigurado el título del siguiente libro, así como su tono y su tema: Chicos malos. Si en El muchacho de los helados…, todavía no se nombraba explícitamente el “vicio” que hacía de Lisandro un ser inaceptable para el padrecito, aquí se reivindica, precisamente la mención explícita de la homosexualidad, vivida no como travesura infantil o como pecado, sino como verdadero amor, aunque este se dé, curiosamente, todavía entre “amigos”, denominación que, según creemos, debería entenderse como índice de un tipo especial de relación —más íntima que la de meros amantes— y no como un prurito o subterfugio retórico. La palabra que construye Bossi dice a esos chicos y el deseo que el hablante siente por ellos con elementos mínimos, como si el modo de acercarse a esa pobreza material fuera el despojo de todo lo ornamental para alcanzar así un registro sencillo, que no debe entenderse como poco elaborado o menos evocativo. Probablemente sea aquí, asumido plenamente el homoerotismo, donde se consolida el lenguaje lírico bossiano, que guarda, en este afán por lo sencillo, algún nexo todavía con una línea de la poesía noventista.
Nuevamente, el revés de esos “chicos malos”, la mirada que los rescata de la abyección y los recupera como objetos de deseo, es decir, que descree de su “maldad” y se siente atraída por su “vitalidad suicida que todo el tiempo está a punto de caer al abismo” (Almada, 2012: 11). El “yo” se corre del lugar del que emite un juicio y se limita a explorar la belleza de los hombres que encuentra, como “el Tío”, un dealer que adivina en sus ojos “la tortura y la delicia de un deseo de amor / que es la droga más terrible del mundo”; o como ese chico que, de a poco, le presenta a sus amigos, sin saber bajo qué rótulo hacerlo: “Como si se tratara de un sentimiento / absurdo o que no podemos, / nadie podría, clasificar” (Bossi, 2012: 45). Pero es en el poema que da nombre al libro donde el hablante desarma la aparente peligrosidad que se asocia con los marginales, porque ve y comprende:
Yo no creo en los chicos malos.
Aunque hagan cosas terribles, yo no creo.
(…)
porque vi el fondo de tu casa
por primera vez, con ese coche viejo, arrumbado
y una montañita de escombros
y la soga donde tu mami cuelga la ropa.
Aunque parezcas el chico
más indomable de todo este mundo. Yo vi
la mesa en la que te sentabas a comer,
el vaso de vino, el pan, la humilde ráfaga
de una alegría que se le sustrae al tiempo (Bossi, 2012: 31-32).
A pesar de las “cosas terribles” que puedan hacer los “chicos malos”, el hablante no se deja llevar. En el poema que acabamos de citar, contrasta ese presente sombrío del personaje con un pasado humilde, doméstico y alegre evocado por un entorno pobre.
A modo de conclusion
“Mi único pecado era tener / también yo un amor”, rezan los versos del poeta griego Odyseas Elytis que Bossi tomó como epígrafe de Del coyote al correcaminos, su primer libro escrito. Pareciera como si el deseo incipiente que vertebra ese poemario aún no pudiera nombrarse cabalmente por su condición —que, sin embargo, los poemas discuten— “pecaminosa”. Quizá por eso mismo, como dije al principio, el autor no incluyó “Fiebre” en la primera edición de Tres: ciertas cuestiones todavía no se podían nombrar, o más bien, el poeta no estaba preparado para nombrarlas. A esto responden, según intentamos demostrar, las máscaras de los primeros libros: el distanciamiento del tono confesional tradicionalmente asociado al hablante lírico. Pero con El muchacho de los helados…, esta estrategia sufre un vuelco: desaparecen los personajes tras los que se enunciaba y emerge un “yo” que dice sin intermediarios. Si bien el efecto de esta transformación puede pensarse como una asunción de ese amor entre muchachos que aparecía antes un tanto velado, ese “yo” no deja de ser necesariamente otro tipo de máscara, una construcción ficcional, aunque refuerce en buena medida el pacto referencial. Pero esa mutación, en cualquier caso, sumada a la paulatina incorporación de elementos autobiográficos, sirve como estrategia de autofiguración. De este modo, podría pensarse que este cambio revela el comienzo de una poesía de madurez en Bossi, no solo porque ese homoerotismo es asumido desde una primera persona, sino también porque funciona ahora como estrategia discursiva de recuperación de una serie de personajes socialmente marginados: jovencitos pobres de los suburbios, chicos drogadictos, viciosos, todos tienen lugar en el deseo de ese “yo” que los recuerda o los retrata con una mirada siempre empática y comprensiva. De este modo, la lírica bossiana, con una retórica mínima que pareciera remedar poéticamente el despojo que describe, se erige como reivindicación de esas subjetividades subalternas, a las que asigna el lugar de alteridades posibles. En el proceso autofigurativo de asunción de una voz lírica y de alejamiento de las máscaras iniciales, en los últimos libros, la poesía de Bossi parece transmitir el mensaje de que el mote “chicos malos”, con el que tradicionalmente se ha segregado a toda una serie de personajes, no es más que otra ficción, otra máscara que puede romperse a través del discurso del amor homoerótico, que circula también por fuera de los cánones imperantes. Si, como dice Adrián Melo (2005 y 2011), las representaciones literarias de la homosexualidad estuvieron históricamente marcadas por la tragedia, el recorrido por la poesía de Bossi podría leerse quizá, al compás de su propia época, como un paulatino escape de esa matriz y una propuesta de explorar otras posibilidades, más venturosas para los personajes que en ella aparecen y para la propia figura autoral que en ella se forja.
Notas
1|
La primera edición de Tres fue publicada por el sello Bajo la luna en
1997; la segunda, por la editorial Sigamos enamoradas en 2006.
2| Publicado originalmente por Bajo la luna
en 2006. Luego se incluye en Chicos malos y otros libros (Conejos,
2012).
3| Apareció en el sello Huesos de Jibia
en 2007. Luego se reeditó en Folia, en 2010.
4| Para un estudio detallado del surgimiento
y la evolución de la poesía de los noventa, así como de
las discusiones mediáticas y críticas que este fenómeno
ha suscitado, puede consultarse la tesis doctoral de Anahí Mallol (2008)
en dos volúmenes, así como su versión actualizada y abreviada
(2017).
5| Empleamos el adjetivo “homoerótica”
para referirnos a la tematización del deseo de un hombre por otro en
la poesía bossiana. Buscamos evitar así el uso de nociones como
“poesía/literatura gay”, tan difícilmente precisables
desde criterios literarios. En un temprano e interesante artículo, Fabián
Iriarte analiza y problematiza la existencia de un “discurso gay”,
que estaría asociado a los modos de producción que implica(ba)
una cierta clandestinidad: “La hipótesis: Existen modos de percepción
y modos de producción relacionados con el hecho de ser gay. La codificación
en la página al escribir y la decodificación textual al leer son
procesos a veces conscientes y a veces involuntarios —pero inducidos—”
(1995: 205). Por su parte, en El amor de los muchachos. Homosexualidad &
Literatura, Adrián Melo utiliza reiteradamente el concepto de “literatura
gay” sin detenerse a precisar cuáles serían sus características,
aunque señala que, si debiera “responder inmediatamente y con una
sola palabra […] respecto de las imágenes y las temáticas
predominantes en la literatura gay, seguramente propondría un nombre:
el de la tragedia” (2005: 11). Algunos años más tarde, en
la introducción de su Historia de la literatura gay en la Argentina,
el estudioso precisa: “Lo que hoy llamamos literatura gay surgió
en Europa en el último tercio del siglo XIX. El canon de la literatura
gay fue construido por homosexuales de cultura iluminista, en una época
en que especialmente se puso en el centro del debate la relación entre
sexualidad e identidad” (2011). Poco más adelante, Melo precisa
el carácter de constructo políticamente necesario, nacido de la
militancia, de la categoría: “¿Por qué se hizo particularmente
necesario crear deliberadamente esas listas? ¿Por qué construir
una tradición homosexual escrita por hombres homosexuales? Porque en
esos mismos años, se consolidaban discursos científicos, médicos,
jurídicos y religiosos que terminaban de consagrar la noción de
homosexualidad con atributos excluyentemente negativos, como una anormalidad
o una perversión” (2011). De este modo, se comprende por qué
el autor afirme que “la acción militante, la solidaridad cultural
y el goce erótico pueden ser algunos de entre tantos criterios para clasificar
a una literatura como gay” (2011). Lo que resulta curioso, en todo caso,
es que, en la historia que propone, Melo considere, dentro de la “literatura
gay”, obras de autores heterosexuales, previo reconocimiento de “la
imposibilidad de hacer estrictamente una historia de la literatura gay en la
Argentina desde fines del siglo XIX (es decir, desde que la homosexualidad aparece
como tal en un discurso médico-jurídico que la presenta con características
excluyentemente negativas) e inclusive podemos afirmar que nunca se constituyó
como campo literario autónomo” (2011). En la obra que sirve a Melo
de modelo para su texto, la Historia de la literatura gay de Gregory Woods,
este, evadiendo rigideces teóricas, afirma: “En ausencia de definiciones
estables y en presencia de inestables prejuicios, el concepto de ‘literatura
gay’ ha de ser considerado móvil” (26). Por su parte, Claudio
Zeiger subraya, como Melo, el carácter político —no literario—
de la categoría en cuestión a poco de la aprobación de
la ley de matrimonio igualitario en la Argentina: “Ahora, en la Argentina,
hay matrimonio gay y aún no estamos del todo seguros de que haya habido
y vaya a haber ‘literatura gay’. De alguna manera si se quiere inconsciente,
no dicha, se la considera una categoría ‘foránea’,
una especialidad de la literatura norteamericana, donde ostenta una tradición
robusta. A decir verdad, no es un género en ninguna literatura del mundo;
la literatura gay es una categoría política, de identidad maleable
y cambiante, inclusive para muchos teóricos superada por lo queer, término
que también empieza a caer en crisis. Como sea, ‘literatura gay’
sigue siendo algo que transmite un sentido preciso, se entiende lo que quiere
decir. Probablemente su campo siga siendo el de la diferencia, pero también,
esa tradición ‘foránea’ ya ha incursionado en el terreno
de la igualdad, es decir, las vidas más o menos estabilizadas en problemáticas
más clásicas como los celos, la infidelidad, la convivencia, las
nuevas familias. Hay en ella, sí, una literatura gay ‘normal’.
Y también, beneficio secundario pero no menor, siempre aporta una veta
testimonial, de documento acerca de costumbres, estilos y formas de vida, aporte
que no suele hacer la literatura pretenciosamente formalista” (2010).
6| “el primer relato argentino explícitamente
homosexual —y donde la homosexualidad no aparecía como patología,
sino como un rasgo normal del personaje principal—” (Melo,
2011).
7| Para un recorrido completo y exhaustivo,
puede consultarse la Historia de la homosexualidad en la Argentina, de Osvaldo
Bazán (2016).
8| Pensamos, además de Perlongher,
por mencionar solo algunos, en Fernando Noy, Alejandro Urdapilleta, o Miguel
Ángel Lens. Cabe destacar, a propósito de este último,
dos antologías tituladas Poesía gay de Buenos Aires, de 2007 y
2011, en la que participan, entre otros, algunos de los integrantes del grupo
que Lens coordinaba.
9| La lista completa incluye La boca de la
ballena (1973), de Héctor Lastra; Monte de Venus (1976), de Reina Roffé;
El beso de la mujer araña (1976), de Manuel Puig; En breve cárcel
(1981), de Sylvia Molloy; La brasa en la mano (1983), de Oscar Hermes Villordo;
Un año sin amor (1998), de Pablo Pérez; Y un día Nico se
fue (1999), de Osvaldo Bazán; Tres deseos (2002), de Claudio Zeiger;
La ansiedad (2004), de Daniel Link; La intemperie (2008), de Gabriela Massuh;
Continuadísimo (2008), de Naty Menstrual; Los putos (2008), de José
María Gómez; La Virgen Cabeza (2009), de Gabriela Cabezón
Cámara; La sombra del animal (2009), de Vanesa Guerra; Adoro (2009),
de Osvaldo Bossi; Lisboa. Un melodrama (2010), de Leopoldo Brizuela; Rosa prepucio (2011), de Alejandro Modarelli; Sofoco (2014), de Fernando Noy, y Avión (2015), de Eduardo Muslip.
10| En el relato “El extraño
caso del señor Valdemar” (1845), el protagonista, enfermo de tuberculosis
y sin perspectivas de mejoría, acepta someterse a hipnosis antes de morir.
Su amigo “P”, docto en la doctrina entonces llamada mesmerismo,
lleva adelante el experimento y logra que el cuerpo de Valdemar se conserve
intacto aun sin respirar ni tener pulso. Cuando “P”, movido por
el sufrimiento que manifiesta su amigo, se decide a romper el trance hipnótico,
el cuerpo de Valdemar se descompone aceleradamente hasta quedar reducido a una
repugnante masa casi líquida.
11| La primera edición, de 2001,
aparece en la editorial Siesta; la segunda, de 2014, en Viajero Insomne.
12| Un adelanto de este trabajo, en prensa,
lo constituyó la presentación “‘Los pibe de mi barrio
son hermosos’: el homoerotismo como acto de resistencia contra la violencia
urbana en la poesía de Ioshua”, leída en el marco del congreso
“Urban Policies and Creativity” que tuvo lugar en Santiago de Compostela,
en marzo de 2017.
13| Según señala la investigadora
estadounidense, esas “zonas invivibles, inhabitables” (Butler,
2002: 20) están, paradojamente, vastamente pobladas por aquellos
a los que el sistema imperante les niega la categoría de sujetos al no
adecuarse a lo que la norma prescribe. Con todo, esa abyección es necesaria
para que esa norma pueda existir, para que defina —aunque siempre borrosamente—
sus límites, para que afirme sus sentidos y signe lo distinto como peligroso,
como una negatividad amenazante.
14| Bossi explora más largamente
la escritura autoficcional en Adoro (primera edición: Bajo la Luna, Rosario,
2009; segunda: Buenos Aires, Modesto Rimba, 2017), su primera novela, cuyo protagonista
se llama Osvaldo.
15| Primera edición: Sigamos enamoradas,
2006.
16| La publicación original es de
Ediciones Letras y Bibliotecas Córdoba (2010). En 2012, aparece también
incluido en Chicos malos y otros libros (Conejos).
17| Aparece por primera vez en la antología
Casa de viento, que, además, incluye algunos poemas de libros anteriores:
Del coyote al correcaminos, Tres, Fiel a una sombra, El muchacho de los helados
y otros poemas, Ruego por el tornado y Esto no puede seguir así.
1 Alberca, M. (2007) El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva.
2 Almada, S. (2012). El amor es una droga dura. En: BOSSI, O. Chicos malos y otros libros (3a. ed., pp. 9-13). Buenos Aires: Editorial Conejos.
3 Bazán, O. (2016) Historia de la homosexualidad en la Argentina (4a. ed.). Buenos Aires, Marea Editorial.
4 Bellesi, D. (1996) Osvaldo Bossi, Sodoma. En: Lo propio y lo ajeno (p. 61). Buenos Aires: Feminaria.
5 Bellesi, D. (2010) Poesía argentina contemporánea: la lírica vuelve a casa. Cuadernos hispanoamericanos, (718), 7-19.
6 Bellesi, D. (2016) Prólogo. En: BOSSI, O. Tres (pp. 9-11). Buenos Aires: Caleta Olivia Ediciones.
7 Bossi, O. (2007) Del coyote al correcaminos. Buenos Aires, Huesos de Jibia.
8 Bossi, O. (2011) Casa de viento. Antología personal. Buenos Aires, Editorial Nudista.
9 Bossi, O. (2012) Chicos malos y otros libros. Buenos Aires, Editorial Conejos.
10 Bossi, O. (2014) Fiel a una sombra (2a. ed.). Buenos Aires, Viajero Insomne Editora.
11 Bossi, O. (2016) Tres (3a. ed.). Buenos Aires, Caleta Olivia Ediciones.
12 Butler, J. (2002) Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo” (Bixio, A., trad.). Buenos Aires, Paidós.
13 Butler, J. (2009) Performatividad, precariedad y políticas sexuales. AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana, (3-4), 321-336.
14 Cárcano, E. (en prensa) “Los pibe de mi barrio son hermosos”: el homoerotismo como “recuperación” de los marginales en la poesía de Ioshua. INTI. Revista de Literatura Hispánica.
15 Cassara, W. (2007) De sueños y rayos catódicos. En: BOSSI, O. Del coyote al correcaminos (pp. 7-20). Osvaldo Bossi. Buenos Aires, Huesos de Jibia.
16 Combe, D. (1999) La referencia desdoblada: el sujeto lírico entre la ficción y la autobiografía. En: CABO ASEGUINOLAZA, F. (Comp.) Teorías sobre la lírica (pp. 127-153). Madrid, Arco/Libros.
17 Eribon, D. (2014) Herejías. Ensayos sobre la teoría de la sexualidad. Barcelona, Edicions Bellaterra.
18 Genovese, A. (2006) La escritura poética en los años ochenta y noventa: de la sobrecarga a la liquidez. En: FONDEBRIDER, J. (Ed.) Tres décadas de poesía argentina. 1976-2006 (pp. 91-99). Buenos Aires, Libros del Rojas.
19 Genovese, A. (2011) Marcas de graffiti en los suburbios. Poesía argentina de la posdictadura. En: GENOVESE, A. Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (pp. 143-164). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
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