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Maternidades disidentes: las madres de barro vs las madres de oro en La flor de hierro, de Libertad Demitrópulos

(Dissident motherhood: the mud mothers vs the golden mothers in La flor de hierro, by Libertad Demitrópulos)

Luciana Belloni Fernández*

*Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras (IIFyL) - Universidad del Salvador (USAL) Lavalle 1878 - C1051 AAB - Ciudad Autónoma de Buenos Aires - Argentina. Correo Electrónico: luciana.belloni@usal.edu.ar

Recibido el 30/10/20
Aceptado el 09/02/21

Resumen

Publicada en Argentina durante la última dictadura militar, La flor de hierro (1978), cuyo escenario es la conquista y la situación colonial, muestra figuras de madres que impugnan el imaginario sexual femenino impuesto por el discurso hegemónico del contexto de producción de la novela. La obra presenta cuatro modelos de maternidad disidente (maternidad negada, maternidad obligada, maternidad ilegítima y maternidad que fortalece los lazos femeninos) representados por tres protagonistas, que son producidos a la vez que coaccionados por un poder masculino subyugador. Estas maternidades mantienen un contrapunto con otra que es idealizada y que, a diferencia de las anteriores, es capaz de resistir la opresión del hombre. En consecuencia, también adquiere un carácter no normativo. Mientras que los primeros cuatro modelos son comparados con las llamadas “ciudades de barro” coloniales —Medinas, Santiago del Estero—, el segundo es equiparado a las “ciudades de oro” —Trapalanda, El Dorado—. Por tanto, lo femenino como dominante de lo masculino se prefigura solo en los lugares utópicos, es decir, pertenece al orden de lo imaginario, razón por la cual, la rebelión femenina está presente en esta novela temprana de Libertad Demitrópulos, pero como una posibilidad no concretizada.
Con el fin de repensar el concepto de maternidad disidente, esta investigación reflexiona sobre las aportaciones hechas por distintos campos de la teoría feminista. Con respecto a los objetivos, busca, en primer lugar, hacer una relectura de La flor de hierro desde una perspectiva que contemple la recuperación de las voces femeninas, marginadas por el discurso oficial de los años de terrorismo de Estado, y, en segundo lugar, contribuir al estudio de la original narrativa de la escritora jujeña, la cual no ha sido suficientemente explorada.

Palabras Clave: Dictadura militar; La flor de hierro; Libertad Demitrópulos; Literatura Argentina; Maternidades disidentes.

Abstract

Published in Argentina during the last military dictatorship, La flor de hierro (1978), whose background is the conquest and the colonial situation, shows motherhood figures that challenge the feminine sexual imaginary imposed by the hegemonic discourse of the novel’s production context. I propose the novel displays four models of dissident motherhood (denied motherhood, forced motherhood, illegitimate motherhood and motherhood that strengthen female bonds) which are produced and coerced by a subjugator masculine power and are represented by three protagonists. These motherhoods are opposed to another that is idealized; unlike the previous ones, it is capable of resisting man’s oppression. Consequently, it also acquires a non-normative stance. While the first four models are compared to colonial “mudded cities” —Medinas, Santiago del Estero—, the last one is compared to the “golden cities” —Trapalanda, El Dorado—. Therefore, feminine dominates masculine only in utopian places, this kind of domination belongs to the order of the imaginary, so feminine rebellion is present in this Demitrópulo’s early novel but as an undeveloped possibility.
In order to rethink the concept of dissident motherhood, this research is a reflection about the contributions made by different fields of feminist theory. Regarding the objectives, it seeks, firstly, to read La flor de hierro from a perspective that focuses on female voices, marginalized by the official discourse of the years of State terrorism, and, secondly, to contribute to the study of the original narrative of Demitrópulos, which has not been explored enough.

Keywords: Military dictatorship; La flor de hierro; Libertad Demitrópulos; Argentine Literature; Dissident motherhood.

Libertad Demitrópulos, una escritura federal y ¿marginal?

Demitrópulos nació en la zona del ingenio azucarero de Ledesma, provincia de Jujuy, el 21 de agosto de 1922. Fue docente de varias escuelas hasta 1940, año en el que viajó a Buenos Aires, donde cursó estudios de Filosofía y Letras. Entre 1950 y 1960 colaboró en revistas y periódicos prestigiosos: la Revista Tarja y el diario El Pregón, ambos de Jujuy; el diario El Intransigente, de Salta; y el diario La Nación, de Buenos Aires. En 1951, se casó con el poeta Joaquín Giannuzzi, con quien tuvo dos hijas, y dio a conocer su único libro de poemas: Muerte, animal y perfume. Luego de su incursión por la poesía, comenzó su producción narrativa caracterizada por una cuidada prosa poética. Publicó las siguientes novelas: Los comensales (1967), La flor de hierro (1978, Premio Dupuytrén), Río de las congojas (1981, Primer Premio Municipalidad de la ciudad Buenos Aires, Premio Club de los XIII, Premio «Boris Vian»), Sabotaje en el álbum familiar (1984, «El Almafuerte»: Primer Premio Municipalidad de «La Matanza», Premio Fortabat y Mención Premio Nacional), Un piano en Bahía Desolación (1994). En 2013, Eduvim editó su novela póstuma La Mamacoca.
La producción de Demitrópulos contiene el despliegue de una gran cartografía literaria de su país: Los comensales y La flor de hierro tienen como escenario el Noroeste; Río de las congojas, la Mesopotamia; Sabotaje en el álbum familiar, Jujuy, Tucumán y Buenos Aires; Un piano en Bahía Desolación, la Patagonia; por último, La Mamacoca acontece en el Noreste argentino. La autora aspira a la creación de un friso de la Argentina a través del cual repiensa la regionalización tradicional del territorio mediante categorías que desmienten las posturas binaristas del siglo XIX (civilización-barbarie, centro-periferia). Este gesto indica un cuestionamiento a la tradición centrada en Buenos Aires y sienta las bases de un proyecto literario de carácter federal acéfalo, ya que cada región se subleva contra distintas formas de liderazgo, autoridad que, en el universo de la escritora, siempre es despótica y exige la servidumbre de a quienes pretende dominar.
La flor de hierro, junto con Río de las congojas, es una reescritura de las crónicas de indias. Alejandra Nallim, quien segmenta en tres períodos la novelística de Demitrópulos, cataloga ambos textos como “narrativas fundacionales”1 en virtud de ciertos rasgos que los identifican: la denuncia a los relatos oficiales del poder colonial y el desenmascaramiento de sus mitos de origen, la refracción de la discontinuidad temporal y la “desfundación” territorial (2008: 353).
Demitrópulos también escribió el ensayo Poesía tradicional argentina (1978), la biografía Eva Perón (1984) —cabe destacar que militó en el partido peronista y trabajó en el hogar escuela Eva Perón, donde conoció a Evita— y el libro de relatos Quién pudiera llegar a Ma-Noa (1989). Falleció en Buenos Aires el 19 de julio de 1998.
A pesar de su riqueza literaria, su obra no ha ocupado un espacio canónico en la literatura argentina; según Elisa Calabrese, esto se debe a tres rasgos de la autora: el hecho de ser mujer, su alejamiento de Buenos Aires—escribía desde Jujuy, esto es, fuera de los circuitos consagratorios que, en la Argentina, siempre se establecen en la capital— y su inscripción en el peronismo (2007: 215). Otro factor, posiblemente, esté relacionado con las editoriales que la publicaron, las cuales tuvieron escasa difusión —como Agrupación Cultural Renacimiento o Testimonios— o sufrieron la persecución y censura sistemática de la última dictadura militar, perjudicadas a tal punto que les llevó años poder recobrarse —como Sudamericana o Centro Editor América Latina—.
Durante finales de los setenta y principios de los ochenta, años atravesados por la censura del régimen dictatorial, hubo un gran silencio en torno en torno a la obra de la escritora jujeña. Sin embargo, al terminar esta última década y a lo largo de los noventa, con el alce de la crítica feminista, tuvo lugar gran parte de los estudios académicas sobre las novelas —especialmente, sobre Río de las congojas—, los cuales hacen foco en diversas temáticas de estas: el cuerpo de la mujer, las sexualidades femeninas no normativas, el cuestionamiento a la institución matrimonial, entre otras. Durante el 2000, se dieron a conocer dos tesis doctorales que investigan a Demitrópulos: Las representaciones literarias de la maternidad en la literatura argentina (2007), de Nora Domínguez Rubio, y Territorios identitarios en la narrativa de Libertad Demitrópulos: una cartografía viajera (2008), de Alejandra Nallim. Además, Ediciones del Dock reedita La flor de hierro en el 2004 y Río de las congojas en el 2009. Finalmente, en el 2015, Ricardo Piglia incluye a esta última en la colección que llamó “Serie del Recienvenido” y que dirigió para la editorial Fondo de Cultura Económica; el curioso título da cuenta de la marginalidad de la autora, pero, a la vez, le concede una posición destacada dentro de un grupo selecto. Estos procesos, entre otros, problematizan la relación de Demitrópulos con respecto al canon literario y evidencian que su condición de alteridad radica en su diferencia específica histórica. Si bien su obra continúa siendo un campo no explorado con profundidad, hoy en día ha conquistado una mayor visibilidad.
La presente investigación pretende actualizar la lectura crítica de La flor de hierro y probar su importancia literaria política y social. Para ello, entabla un diálogo entre la novela y los debates públicos actuales sobre género, principalmente, aquellos cuyo centro de discusión son las maternidades disidentes, uno de los temas de mayor trascendencia actual dentro del feminismo.

La muerte, garante de la vida

En una de las entrevistas que concedió a Diana Battaglia y a Diana Salem, Demitrópulos revela que construye el argumento de muchas de sus obras a partir de ciertas noticias periodísticas que la perturban; con particular interés, cuenta el caso de su segunda novela, La flor de hierro. En La Gaceta, uno de los diarios más importantes de Tucumán, aparece una foto que muestra a los habitantes de Medinas caminando hacia la capital de la provincia en búsqueda de agua, la cual se ha agotado en su región. Varios años después, Demitrópulos vuelve a encontrarse con una escena similar: en una revista, lee que el pueblo de Medinas continúa acuciado por el mismo problema, ya que su canal de riego fue reconducido a otra zona vecina con el objeto de proveer un ingenio azucarero. Y es entonces cuando la autora jujeña encuentra el hecho —al que considera inaudito e impensable en un país con una ciudad tan europea como Buenos Aires— que inspira su novela. Entre el pueblo y el ingenio se gesta un pacto siniestro: debido a la necesidad de destinar la tierra para sembrar caña, cuando muere un trabajador, su cuerpo es enviado al cementerio de Medinas, que recibe, a cambio, bidones de agua.
Demitrópulos comienza a hacer un estudio de archivo para descubrir los orígenes de esta tierra. Es por ello que la acción de La flor de hierro se desarrolla en un solo espacio, pero en dos temporalidades. La primera de ellas es el período colonial, mediados del siglo XVI, durante la fundación de la encomienda de Acapayanta, la actual Medinas. La línea argumental se concentra, principalmente, en la historia de Francisco de Aguirre: su llegada hasta las tres veces fundada Ciudad del Barco, las expediciones a Chile, la fundación de Santiago del Estero (1553), su gobernación en Tucumán, la relación con Gaspar de Medina y los juicios que le inicia la Audiencia de Charcas (1569) bajo las órdenes del tribunal de la Inquisición. Posiblemente, uno de los documentos que reescribe Demitrópulos sea la crónica Floresta de Indias, de Salas y Guerín, en la que se incluyen las confesiones de los actos heréticos del conquistador. La segunda temporalidad es el presente de la narración, que transcurre en Medinas, desde donde el narrador anónimo, el mosquetero cuya función es espiar a los habitantes, cuenta los sucesos violentos que estos viven diariamente y la percepción idílica que tienen sobre Acapayanta, a la cual ven como aquel paraíso, protagonista de un pasado glorioso. La primera referencia a Medinas hace alusión al pacto que tiene con el ingenio azucarero: “Quién sabe si hasta la muerte no tendrá que jugar su papel de despertadora de letargos, mayormente, si como sucede a veces hay que llamarla para que dé testimonio de la vida. Porque Medinas vive gracias a la muerte” (Demitrópulos, 1978: 9). La alianza es quebrada en reiteradas ocasiones, lo cual la vuelve una tierra anhelante de la muerte ajena que le permita garantizar su sobrevivencia: “tenimos malos pensamientos y deseamos que vengan cuanto antes y cuanto más, mejor” (Demitrópulos, 1978:19).
El territorio es, en la novela, un sitio en extinción, siempre sediento, amenazado por una oligarquía agraria que desea extender sus monopolios; poseedor, únicamente, de un cementerio y destinado a vivir en soledad. Al respecto, resulta ilustrativo el episodio que narra la forma en la que la prensa porteña interpreta la procesión de la Virgen hecha por los lugareños. Cuando el periodista, quien observa con exotismo lo que a su juicio es una “especie de rito” llevada a cabo por pobladores “salidos de otro mundo”, les pregunta qué van a pedir, ellos contestan que, simplemente, agradecen el hecho de “estar viviendo, nomás” (Demitrópulos, 1978: 17-18), lo cual, como apunta Nallim, pone de relieve “el compromiso sagrado del mero estar americano” (2008: 210). Buenos Aires se enfurece con el pueblo, al que no comprende: “La camioneta arrancó con los porteños que de golpe se habían puesto furiosos con Medinas. Y es que no la conocen. Así es Medinas. Contradictoria. Pobre y orgullosa. Humilde y altanera. Sedienta, no pide agua. Dolorida, agradece vivir” (Demitrópulos, 1978: 18).
Pese a que las desventuras los atañen a todos, las divisiones sociales están fuertemente marcadas: los habitantes prestigiosos son los descendientes de los conquistadores, es decir que Medinas se jacta de su herencia europea, masculina, invasora, la misma que, no obstante el paso del tiempo, continúa subyugando a la ciudad. El narrador, al deambular por el cementerio donde están los restos de los antecesores españoles, señala: “Se cansa uno de leer las lápidas en el piso y en las paredes, y hasta se siente como si esos señores lo agarraran clavando agujas en los talones y lo obligasen a arrodillarse de prepo, viene un flaqueo en las rodillas mayormente si se camina por encima de las losas” (Demitrópulos, 1978: 16). Aún después de muertos, los conquistadores ejercen ese estado de sumisión doloroso sobre los residentes, quienes no solo se regocijan del pasado colonizador, sino que también perpetúan sus mecanismos de opresión que aplican su máxima violencia en las mujeres.

Una cosmovisión femenina disruptiva: múltiples formas de la maternidad

Son escasos los estudios críticos que se dedican al análisis literario de La flor de hierro. Entre los abordajes más destacados se encuentra el de Norma Mazzei, quien examina una serie de rasgos sobre el armado de la novela: las focalizaciones, los tipos de narradores, los montajes lingüísticos (1993: 682-685). Además, introduce los personajes y resume los hechos del argumento que conciernen a la vida del conquistador español Francisco de Aguirre (Mazzei, 1993: 680-681). Años más tarde, Alicia Poderti trabaja la amalgama del discurso que despliega la obra al integrar las textualidades producidas durante el período de la Colonia:

Las cartas escritas por los expedicionarios y fundadores (práctica político-religiosa), unidas a los testimonios de la práctica jurídico-notarial ingresan al texto como voces que dialogan con el estrato legendario: la leyenda de Esteco, la Ciudad de los Césares, El Dorado y Trapalandas. Se construye así la crónica novelada en un campo interdiscursivo en el que la memoria social se reconstruye a partir de los saberes longevos de la leyenda y la reescritura de los documentos reproduciendo los códigos lingüísticos de los textos coloniales (2000: 134).

El narrador se transforma en un cronista que recurre, indistintamente, a los textos historiográficos y literarios. Asimismo, la autora resalta la capacidad de la escritura de Demitrópulos para contrarrestar los lugares de enunciación masculinos que proyectan una visión deformada sobre el universo femenino y que imperan en el canon de la literatura latinoamericana. Menciona como ejemplos paradigmáticos a Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez (Poderti, 2000: 131).
Específicamente, sobre las mujeres de La flor de hierro, son fundamentales las consideraciones de Alejandra Nallim. Aunque son consumidas por el destino trágico, las protagonistas representan una cosmovisión femenina trasgresora, ya que corrompen las concepciones esencialistas a las que se las somete y revindican sus pulsiones eróticas y revolucionarias: “recorren el viaje en busca de sus propios territorios como ámbitos de libertad, de realización, contestatarias a ser juguetes pasivos del destino. Ellas pretenden fundarse a sí mismas” (Nallim, 2008: 70). De acuerdo con la crítica jujeña, las mujeres combaten la doxa del universo fundacional al desarticular la perspectiva esclavizante de lo femenino que esta procura imponer.
El objetivo del presente trabajo es contribuir a la investigación de la narrativa de Demitrópulos mediante un estudio centrado en el tratamiento que la novela hace de la maternidad y en el tipo de relación que este mantiene con el discurso dogmático de la última dictadura militar argentina, contexto de producción literaria. La flor de hierro presenta cuatro modelos de maternidad no normativos (maternidad negada, maternidad obligada, maternidad ilegítima y maternidad que fortalece los lazos femeninos) pertenecientes a tres protagonistas, que son coaccionados y censurados por el mismo control masculino que los produce, lo cual aniquila a las mujeres y a sus potencialidades femeninas, y empodera al orden dominante colonizador. Estas maternidades se oponen a otra idealizada por los hombres, pero que, a diferencia de las anteriores, puede resistir la violencia de estos, consecuentemente, también tiene un carácter no normativo. Por medio del recurso de la alegoría, Demitrópulos compara los primeros cuatro modelos con las llamadas “ciudades de barro” coloniales —Medinas, Santiago del Estero— y el segundo con las “ciudades de oro” —Trapalanda, El Dorado—. Por tanto, lo femenino como dominante de lo masculino se manifiesta solo en los lugares utópicos, es decir, pertenece al orden de lo imaginario, razón por la cual, la rebelión de las mujeres está presente en esta novela temprana de la autora jujeña, pero como una posibilidad no concretizada. En estas maternidades disidentes, puede leerse una impugnación al imaginario sexual femenino hegemónico basado en paradigma de “la buena madre”, que ha sido promulgado en nuestro país por la retórica dominante de los años de terrorismo de Estado. Este paradigma y sus antagonistas serán desarrollados en el próximo apartado.

La maternidad glorificada y sus detractoras

En Historias de las madres y la maternidad en Occidente, Yvonne Knibiehler, historiadora y una de las exponentes más acabadas del feminismo francés, explica que la institucionalización de “la buena madre”, cuyos pilares son la glorificación del amor maternal y la consagración total al hijo, alcanza su punto cúlmine durante la Ilustración, principalmente, cuando la Revolución Francesa funda figuras femeninas de poder como La Libertad, La Nación o La República (2001: 58). En consecuencia, la maternidad se politiza y mitifica: en medio de las angustias de la industrialización —la cual divide los lugares de producción y reproducción— y las dificultades presentes en la elaboración de una democracia, la madre se transforma en un espacio de refugio y consuelo (Knibiehler, 2001: 62). Uno de los textos paradigmáticos que ha influido en la valorización de dicho arquetipo hegemónico es, indica Knibiehler, el Emilio, de Jacques Rousseau, donde el autor narra el amor heroico de Julia, la madre que se sacrifica para salvar la vida de su hijo. Rousseau, además, al priorizar la naturaleza sobre la cultura y el afecto sobre la autoridad, compromete la educación del niño a una perspectiva más materna que paterna: las mujeres deben ser las responsables de la formación académica y moral de los hijos (Knibiehler, 2001: 57). De esta manera, muchas de ellas ven reconocida la importancia de su rol materno, sin embargo, sus tareas son consideradas naturales y valoradas solo en el ámbito privado. Aunque los discursos ensalzan efusivamente a la madre y la vuelven objeto de culto, las leyes la subordinan reduciéndola a los espacios domésticos. Probablemente, la veneración oficial, concluye la historiadora francesa, aspira a compensar la sujeción y dependencia de la mujer, quien es exaltada en lo imaginario, pero marginalizada en la práctica social (Knibiehler, 2001: 62). Al respecto, Domínguez Rubio explica que

Mientras [el hijo] construya las marcas incondicionales de un amor único y privilegiado llevará a su madre al terreno de la obediencia y del sometimiento al modelo, dará forma al estereotipo de un amor que lo contiene (…). Pero, paradójicamente, en tanto representante absoluto de su reino, delegado incuestionable del poder de su relato, se apropiará de su voz hasta casi decretar su silencio, de modo que también será posible decir: “a más voz y poder del hijo, menos voz y menos madre” (2007: 20).

A pesar de quedar sometida a la autoridad del padre y del niño, el ser madre se presenta como el fundamento principal en la configuración de la identidad femenina. No debe soslayarse que esta imagen restrictiva de la maternidad responde a un pensamiento occidental de más larga duración. La mitología griega —la cual condiciona hasta hoy en día, con modificaciones o añadidos, nuestros imaginarios (Irigaray, 1985: 8) —, tal como explica Ana Iriarte, encuentra, comúnmente, en Hécuba la máxima representante de este ideal: en la tragedia que Eurípides le dedica, intenta salvar a cada uno de sus cincuenta hijos; en La Ilíada, protege a Héctor y le ruega que no se enfrente con Aquiles enseñándole su seno, símbolo de su posición sagrada2 (Iriarte, 1996: 81). Hécuba tiene sus antagonistas, entre las que se destacan Medea, la hechicera asesina de sus hijos, y Clitemnestra, la amante apasionada y homicida de su esposo. Iriarte elabora una lectura subversiva sobre estos arquetipos contracanónicos. Con respecto a Medea, señala que, al matar a su descendencia, se arroga el derecho exclusivo del padre, esto es, disponer de la vida de los hijos, con lo cual la maternidad se muestra como condición de posibilidad de la paternidad:

Medea articula negativamente la concepción cívica de la maternidad como acto heroico al hacer un uso bélico de la misma. Disponiendo del derecho a la vida de aquellos a quienes se la ha dado, Medea encarna la figura amenazante de la madre que reclama para sí los privilegios del padre. Lo que no constituye sino una manera griega de expresar el siempre temido acaparamiento de la descendencia por parte de las mujeres (Iriarte, 1996: 90).

Desde el punto de vista de la referida autora, la anti-heroína es juzgada por la comunidad no tanto por el acto bárbaro en sí, sino por lo que este implica: el desafío de la mujer a la norma cívica, la asunción del principio paterno griego y la soberanía de su maternidad. En cuanto a Clitemnestra, Iriarte se remite a la Orestíada para recordar que este personaje asesina a Agamenón por haber sacrificado a su hija Ifigenia ante la diosa Artemis, quien retenía las naves griegas en su partida hacia Troya, es decir, asesina al Padre en su lugar más potente: aquel que lo muestra disponiendo del derecho a vivir de su progenie. Además, cual Medea, Clitemnestra defiende el rol femenino en la procreación, debido a que habla del parto como un acto heroico, predominante sobre el aporte masculino en materia de filiación (Iriarte, 1996: 92). De hecho, una vez muerto el rey de Micenas, Electra y Orestes son conocidos en la ciudad no por el nombre del padre, sino por el de la madre. A raíz de estas cuestiones, Iriarte deduce que “la maternidad apolítica de Clitemnestra es la pesadilla que palpita tras el sueño de una filiación exclusivamente masculina” (1996: 93). Este sueño es encarnado por Zeus, quien alumbra a Atenea desde su cabeza; su esposa Hera, en cambio, se esfuerza por procrear por sí sola, pero nunca logra engendrar a un sujeto tan perfecto como la diosa guerrera, hecho que enseña que la tesis no puede ser invertida: en el mundo griego no puede haber madre sin padre (Iriarte, 1996: 79-80).
Por su parte, Luce Irigaray analiza el caso de Clitemnestra con el objeto de evidenciar que la cultura de Occidente funciona, en sus orígenes, sobre la base de un matricidio (1985: 7). En “El cuerpo a cuerpo con la madre”, describe la restauración del orden patriarcal que se impone en el final de la obra de Eurípides: Orestes se libera de Las Erinias, las personificaciones femeninas que quieren vengar a la mujer, al obtener el indulto de Atenea, quien, al igual que Electra, se mantiene fiel a la ley del padre. En la tragedia griega, el homicidio de Clitemnestra expone la victoria de la genealogía masculina sobre la femenina. De acuerdo con la autora, este esquema, con sus variantes, está latente en el psicoanálisis y en todo el orden social patriarcal que sobrevive gracias a la prohibición del acceso a la madre: “cuando la teoría analítica dice que la niña debe renunciar al amor de y hacia su madre, al deseo de y hacia su madre, a fin de acceder al deseo del padre, está sometiendo a la mujer a una heterosexualidad normativa, corriente en nuestras sociedades, pero completamente patógena y patológica” (Irigaray, 1985: 16). Según Irigaray, la reconstrucción de los vínculos maternos es el centro desestabilizador de la configuración masculinista de la maternidad; es por ello que, en su afán de crear un nuevo orden simbólico que elimine el culto fálico, propone afirmar la existencia de genealogías femeninas a través de las cuales se logre rescatar a la madre del olvido arcaico y redescubrir el deseo hacia ella y hacia otras mujeres hermanas (1985: 15).
Siguiendo el pensamiento de Irigaray, Luisa Muraro, en El orden simbólico de la madre, plantea recuperar el eslabón perdido entre madres e hijas revalorizando a aquellas como las garantes de la lengua: “Aprendemos a hablar de la madre o de quién esté en vez de ella, y lo aprendemos no como algo adicional ni separado, sino como parte esencial de la comunicación que tenemos con ella” (1994: 42). En la vida ultraterina, se escucha, ante todo, la voz maternal, la primera mediadora y el primer código, hecho que “quizá sirve de estímulo para poder imitarla y, por tanto, para querer nacer” (Murano, 1994: 43). Es necesario, entonces, volver al origen, reencontrar la palabra materna que ha sido ocultada y reapropiada por el discurso del hombre.
Asimismo, sobre los espacios detractores de la maternidad glorificada, son relevantes las reflexiones de la poeta e intelectual estadounidense Adrienne Rich. En Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución3, obra compuesta por una combinación de abordajes históricos-antropológicos y citas sobre la experiencia maternal de la autora extraídas de su diario íntimo, Rich acomete contra el paradigma ilusorio del amor constante e incondicional de la madre mostrando ciertas zonas donde tal amor convive con el tedio, el agobio y la cólera, sentimientos que amenazan la institución de la maternidad (1986: 90). Es interesante referirnos al hecho sustancial que, para la poeta, contribuye a que la potencia física de la madre supla cualquier otro tipo de función femenina: la polarización que realiza la imaginación masculina entre mujeres buenas o malas, puras o impuras, lo cual equivale a fértiles o estériles (1986: 73). El término “estéril” connota un corte o una quema esencial de feminidad que se refiere a una mujer eternamente vacía y carente lo que, como resultado, hace de la maternidad la única forma de alcanzar la plenitud (Rich, 1986: 67).
También Anna Goldamn-Amirav estudia la esterilidad femenina; principalmente, como un tema de vital importancia en la descripción de las mujeres de los textos bíblicos fundantes de la tradición judeo-cristiana (1996: 41). La autora repara en que Rebeca, Raquel y Sarah, entre otras esposas de los patriarcas, provienen de la Mesopotamia —región a la que ellos regresaban para encontrar a la procreadora de su estirpe—, donde las figuras divinas más destacadas eran femeninas; de hecho, la maternidad era fuente de adoración. Ahora bien, las mujeres abandonan su civilización para ingresar en una nueva sociedad que les exige dar a luz a descendientes varones, pero, súbitamente, se tornan estériles. El texto bíblico deja en claro que ellas viven su infertilidad como un castigo divino, es decir, hay una relación íntima entre esta condición y el pecado. ¿Cuál es la falta que cometen según el orden dominante? De acuerdo con Goldamn-Amirav, el lugar de origen: Jehová debe confirmar su poder sobre dominios en los que la hegemonía de una deidad femenina ha sido absoluta, y tal confirmación se desarrolla directamente en el cuerpo femenino, en el control de su fertilidad (1996: 49-50). Consecuentemente, las antiguas diosas son sustituidas por un dios único y masculino. Explica la autora: “La infertilidad de las madres bíblicas y la virginidad de la Madre de Dios son dos caras de la misma moneda: los hombres importantes en la tradición judeo-cristiana nacen mediante la voluntad de un dios todopoderoso y no merced al deseo de las mujeres” (1996: 50). La Virgen María, representante por antonomasia del amor utópico por el hijo, es estudiada por Julia Kristeva en Historias de amor, especialmente en uno de los ensayos de la obra, “Stabat Mater”, donde entiende el marianismo como la construcción simbólica más refinada en la que la femineidad se ve absorbida en lo maternal (1987: 212).
En Figuras de la madre, Silvia Tubert advierte sobre los peligros de discursos constructores de tópicos que igualan mujer a maternidad y que, a menudo, la han obligado a autopercibirse según sus preceptos sexistas:

El ideal de la maternidad proporciona una medida común para todas las mujeres que no da lugar a las posibles diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y desear. La identificación con ese ideal permite acceder a una identidad ilusoria, que nos proporciona una imagen falsamente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad ante nuestras incertidumbres en tanto parece ser la respuesta definitiva a todas nuestras preguntas. De ahí la necesidad de deconstruir los ideales, las identidades, que obturan ilusoriamente la singularidad del sujeto, para abrir un espacio donde se pueda resituar la maternidad en relación con la dimensión del deseo —de la multiplicidad de deseos— opuesta a una identidad que no puede sino ser mítica (1996: 10).

Tubert señala que el primer paso para lograr tal deconstrucción es reconsiderar el vínculo taxativo mujer-naturaleza/hombre-cultura cimentado por la sociedad occidental, de modo tal que la ontoligización de la maternidad, su pretendida naturalidad, pueda ser superada (1996: 8-9).
Simone de Beauvoir fue pionera en disociar tales dicotomías al declarar la inexistencia de un “instinto maternal” natural, irracional y esencial —concepto todavía presente en la sociedad argentina actual4—, y reemplazarlo por “un deseo femenino” condicionado, adquirido y ambivalente (1981: 285). Para la filósofa francesa, el cuerpo femenino no es biológico, sino que es un cuerpo al que la cultura le produce un significado biológico. El capítulo “La madre” de El segundo sexo recoge textos sobre la experiencia maternal de una multiplicidad de mujeres a través de los cuales, por un lado, afirma la maternidad como obstáculo para lograr la autonomía de la mujer y su trascendencia social, y, por otro, evidencia la imposibilidad de una representación monolítica de la madre: aparece la mater dolorosa, la soltera, la que soporta el embarazo, la que ha abortado, la que goza o sufre la separación del hijo, entre otras. De estas experiencias, merece una mención más extensa la figura de la “mala madre”, es decir, aquella mujer que no desea ser mamá o aquella mamá que no brinda, a ojos de la sociedad, el amor suficiente a su hijo. La mala madre es avasalladora y conviene neutralizarla (Beauvoir, 1981: 285).
Por su parte, Tubert explica que, así como no se debe reducir la feminidad en la maternidad, tampoco es posible rechazar completamente la identificación de lo femenino con lo materno:

El proceso biológico de la gestación se realiza según una legalidad que escapa a la voluntad de la mujer en cuyo cuerpo tiene lugar. Si bien hablamos de una maternidad asumida por la mujer como sujeto deseante, no podemos negar que la gestación requiere la aceptación de una posición de pasividad frente al desarrollo embrionario y fetal (1996: 11).

La maternidad no es, entonces, ni puramente natural ni puramente cultural, más bien participa tanto de los registros reales como de los imaginarios, compromete tanto el plano corporal como el simbólico.
En la Argentina en particular, durante la última dictadura militar, la utopía de la “buena madre” y el marianismo son propagados por los aparatos de poder. Tal como cree Beatriz Sarlo, uno de los enunciados principales del discurso hegemónico es el de familia patriarcal y tradicional como espacio privilegiado de relación entre los individuos y como metáfora del vínculo entre el pueblo y su líder: “El país es como una casa; el gobierno, un jefe de familia; los ciudadanos, una minoridad necesitada de tutelaje” (Sarlo, 2014: 64). Dentro de esta estructura socio-política, la mujer queda excluida del espacio público y debe cumplir con una sola función estatal: dar hijos a la República, garantizar la estabilidad doméstica, criar al niño perfecto sumisa y responsablemente, y protegerlo de las influencias del “enemigo” (Favoretto, 2009: 47). En suma, se la circunscribe a una función materna biológica-reproductiva.
Dicho prototipo unificador de la maternidad se ve amenazado por el que encarnan las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. En el prólogo a su ya comentada obra, Tubert, a propósito del artículo “Aparecer con vida”, de Martha Inés Rosenberg, sostiene:

La práctica de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo ha abierto un espacio colectivo nuevo para la elaboración de un lugar parental que el imaginario social define como una posición ajena a los problemas de la vida social, en la medida en que ha puesto de manifiesto “la politicidad de lo privado, la latencia trasformadora que contiene”, al buscar justicia no solo para ellas mismas sino para todo el cuerpo social, al denunciar la falta de función paterna, en cuya falla aparece, terrorífica, la figura del padre criminal. Esto actualiza la dimensión ética de la maternidad que no se funda en el supuesto deber de reproducir la especie sino en una posición subjetiva que, lejos de situarse al margen de la cultura, puede realizar el pasaje de lo individual a lo genérico, rompiendo la dicotomía público/privado al defender la vida mediante el reclamo de una legalidad ignorada por el poder político (1996: 34).

Debido a la praxis de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, la defensa de los derechos humanos nace como un campo de acción en el que lo femenino desempeña un rol destacado sin precedentes y en el que la maternidad adquiere implicancia política. Es por ello que han sido marginalizadas, desautorizadas, censuradas, perseguidas y desaparecidas. Esta violencia, paralela a la redacción de La flor de hierro, se ha mostrado siempre brutal contra las mujeres que asedian el paradigma de la madre sumisa al resemantizar su maternidad desde sus propios valores y criterios.

Las madres esclavizadas o las ciudades de barro vs las madres soberanas o las ciudades de oro

Hija del conquistador Pedro de Lorique y esposa de Diego de Medina, Violante de Godoy pertenece a la clase española feudataria de Acapayanta. La protagonista encarna el estereotipo pasivo: es una suerte de Penélope que teje un infinito ajuar mientras espera el regreso de su esposo, quien la ha abandonado para satisfacer la única ambición que parecen tener los hombres, edificar ciudades. Uno de los pasajes en los que el conquistador le habla a su mujer dice: “Bajo las luciérnagas veía tus ojos y me preguntaba qué era lo más importante. La vanidad volcaba la balanza hacia la guerra […] Todo era fundar, fortificar, maloquear” (Demitrópulos, 1978: 65). Y, posteriormente: “No había lugar para el recuerdo. Niños de teta éramos si no sabíamos espantar el recuerdo” (Demitrópulos, 1978: 103). Sin embargo, Violante comete varias transgresiones con respecto a los espacios femeninos instaurados por la episteme de la colonialidad: se la conoce por el apellido materno; entabla vínculos amistosos con los indios, a quienes defiende y beneficia económicamente al volverlos sus herederos; emite un discurso erótico corrosivo que contamina y desacraliza al religioso; pareciera tener ciertas aptitudes sobrenaturales, por ejemplo, logra que su esposo alucine con que su perro, representante de ella misma, ha abandonado Acapayanta para reunirse con él en Santiago; se comunica con Diego durante su ausencia a través de cartas que ella escribe, en las que le cuestiona sus acciones y a las que él responde de forma oral, por lo cual, se invierten los roles de género tradicionales. Todos estos rasgos hacen de Violante un sujeto que se vale del ejercicio de poder en los márgenes provisorios de un orden social que la relega a ser un otro subordinado.
La maternidad que caracteriza a la protagonista es, en realidad, una maternidad negada: la estéril. Ella vive este hecho como una labor que le corresponde obligatoriamente y que no es capaz de realizar, como un pecado del cual necesita exoneración. Así es que el personaje pide perdón a Dios por “No haberse resignado a que le negara un hijo, un descendiente de Diego de Medina y Castro, cuya casa dejaba desguarnecida, como una tarea sin cumplir o el vaso sin llenar” (Demitrópulos, 1978: 63). De esta manera, Violante se inscribe a sí misma en la concepción patriarcal que equipara feminidad con maternidad: la mujer lo es en tanto cumpla con su función biológica reproductiva.
En este espacio demasiado masculino, restringido por la lógica de la conquista que es poseer y no engendrar, la maternidad se obtura, no da fruto, no depende del deseo femenino. Pero además, dicha esterilidad frustra a la mujer, ya que el sistema dominante la ha conducido a cifrar su subjetividad y sus potencialidades femeninas solo a partir de su imposibilidad de ser madre: “Cuanto lo he amado sufriendo por no dejarle descendencia” (Demitrópulos, 1978: 42). En el movimiento de juzgarse ella misma según el mandato del patriarcado e intentar ser “completa” para él, Violante deja de serlo para sí. Aunque aparece esbozada una imagen femenina transgresora en ciertos sentidos, no logra romper totalmente con un orden que la encorseta. A causa de su endeble salud, muere encarcelada en su cuerpo, al que percibe como un cuenco yermo e indigno.
Al igual que Violante, La Dianita desciende de los conquistadores más reconocidos del pueblo de Medinas. Este personaje manifiesta dos tipos de maternidades disidentes, ya que circula una doble versión sobre la paternidad de su hijo. En la primera de ellas, el embarazo es producto de la violación que sufre por parte de El Mafaldo, “el opa”, “el engendro”, quien presume de pertenecer a la casta de los fundadores de Medinas, y a quien el pueblo le enrostra su desprecio. La novela representa el abuso sexual como una forma de terrorismo y la posibilidad de existencia de una maternidad forzada, obligada. En su tesis doctoral Territorios identitarios en la narrativa de Libertad Demitrópulos: una cartografía viajera, Alejandra Nallim entiende el acto delictivo de El Mafaldo como un símil de la penetración que lo extranjero ha efectuado en la historia autóctona latinoamericana:

La violación es la metáfora de la conquista, es el acto de atropello y ruptura del cuerpo físico de la cultura, el desgarramiento de las carnes de América. El acto de la violación es “repugnante”, como lo califica Mafaldo, es goloso, como de empacho; ambición desmedida que semeja la apropiación de la tierra […]. Se viola el pasado como se viola también a los cuerpos femeninos […]. Abusar de la silueta femenina connota aparentemente una cultura andina penetrada con alevosía (2008: 239-240).

El interés de Medinas no reside en juzgar al culpable —la intención de un castigo no está planteada en la novela, donde la ley siempre ampara al macho criminal e ignora los derechos de la mujer—, sino en confirmar el rumor, en descubrir si, efectivamente, el opa es el padre del niño. Incluso, esta paternidad despótica, lejos de empequeñecerlo, lo masculiniza y lo empodera, ya que gracias a ella cambia la perspectiva que el pueblo tiene sobre él: “Lo cierto es que la gente lo mira casi con respeto. De la noche a la mañana se ha transformado en hombre” (Demitrópulos, 1978: 22). Medinas admira a El Mafaldo tanto como a los colonizadores europeos, es decir, se vanagloria de los hombres en tanto se vuelven opresores.
La segunda versión, la prevaleciente, afirma que La Dianita tuvo un hijo con su amante, el Turquito, personaje que actúa como sinécdoque del fluvial inmigratorio sirio-libanés en norte de la Argentina. Como se ha apuntado, la maternidad es glorificada únicamente si la mujer está casada, lo que equivale a decir, si la mujer se encuentra subordinada al marido, por consiguiente, aparece en la novela un tercer tipo de maternidad no dogmática: la ilegítima, la concebida fuera del matrimonio. Apenas queda embarazada, La Dianita es trasladada a San Miguel de Tucumán: al igual que Acapayante, el cementerio que es Medinas, donde “no crecen ni los tunales”, no soporta ningún tipo de creación femenina, ningún alumbramiento; luego, habiendo dado a luz, regresa a su tierra natal. Como Violante, la hija de Aristóbulo muestra rasgos que trastocan el paradigma femenino oficial: no convive con el padre de su hijo, quien reside en un pueblo vecino, por lo cual, desafía la estructura sociopolítica tradicional de la familia y, además, lo extorsiona para que la abastezca con recursos alimenticios para el niño, fundamentalmente, agua (Nallim, 2008: 239). Pese a estas cualidades, también asume un destino trágico: es asesinada por el Mafaldo. En este suelo sumiso, la mujer no encuentra defensa contra la violencia masculina colonizadora, que siempre se muestra en incremento.
La tercera mujer a considerar es Teresa de Ceballos, portadora de “la sangre de conquistadores” (Demitrópulos, 1978: 107). La Tere se casa con Desidero, un sujeto violento, alcohólico y celoso, con quien se traslada de Medinas a un pueblo aledaño en su esfuerzo por conseguir mayores posibilidades para obtener agua. Si bien Teresa no desarrolla una maternidad biológica, su apellido “Ceballos” es materno. Dice el narrador sobre ella: “es bien sabido que muchas veces los hijos tomaban el apellido de su madre, que entonces no era mal visto como ahora que es propio de los hijos habidos detrás de la iglesia” (Demitrópulos, 1978: 106). Desde el discurso del poder, “la maternidad es sagrada siempre que la descendencia sea legítima, es decir, mientras el niño lleve el nombre del padre, quien legalmente controla a la madre” (Rich, 1986: 85). Consecuentemente, la protagonista perpetúa una maternidad no normativa, porque es la que desconoce al padre y recuerda el afianzamiento de los lazos femeninos.
Ahora bien, al igual que en Medinas, en este nuevo espacio el hombre se arroga el derecho de dominar el cuerpo de la mujer, hecho que es norma en La flor de hierro: “A Desidero le disgustaba que ella soltara esas carcajadas que solía y se lo tenía prohibido. Pero qué. La Tere era alegre y no podía andar conteniéndose” (Demitrópulos, 1978: 106). La risa de su esposa, a entender de Desidero, demasiado ensordecedora, es motivo suficiente para que la mate a puñaladas. Frente a esta escena, los testigos huyen y la policía siente lástima por el homicida, a quien termina por perdonar, es decir, la ley, nuevamente, está del lado de los hombres. Cabe subrayar que el asesinato de La Tere manifiesta la primacía del poder devorador masculino sobre lo femenino no solo por su muerte física, sino también simbólica: pone fin a la herencia del apellido que implica una conexión con la genealogía materna; en este sentido, es posible afirmar que el personaje es una suerte de Clitemnestra.
No obstante, al morir, sus restos vuelven a Medinas, donde las mujeres del pueblo le hacen un cortejo, le dedican canciones, le dejan flores en su tumba. Es una madre, la del narrador, la que le escribe la siguiente dedicatoria a modo de homenaje: “Como la Juana Figueroa/ de la Salta cristalina/ sos vos Teresa de Ceballos/ nuestra infeliz heroína. / Rosa tronchada inclemente/ por la mano de un demente/ Vuelve al suelo de Medinas/ alegre rosa argentina” (Demitrópulos, 1978: 107-108). A partir de este momento, La Tere es llamada por los habitantes de Medinas “Nuestra Juana de Figueroa”, en referencia a la mujer salteña que, en 1903, también fue asesinada por su marido, Isidoro Heredia, y, con el tiempo, transformada en objeto de culto y santa popular, protectora de los trabajadores de la calle, especialmente, de las prostitutas. La protagonista pareciera mostrar, aún después de muerta, un punto de resistencia: por el accionar de un discurso materno no es olvidada, sino que se convierte en una figura mitológica, en una especie de heroína. Dicho discurso, además, se gesta como el constructor de una genealogía que enlaza a las mujeres.
La novela, como se ha desarrollado en el caso de la comparación Mafaldo/conquistadores, se construye a través de la alegoría. Hacia el final, hace una analogía entre Medinas y sus pobladoras:

Así es Medinas. Un viento que se ausenta. Una vida que viene de la muerte. Es como una mujer que estuviera agonizando y en ese instante se le agolpan los recuerdos de toda su vida, vida que no fue otra cosa que la búsqueda del amor que se fue a la guerra. Entonces la mujer llora por su vientre vacío. Por la larga espera, el cansancio y la desesperanza (…). Así es Medinas. Como una de esas mujeres cuyas cenizas están detrás de las lápidas de la iglesia o del cementerio. Como Violante de Godoy, muerta de amor hace cuatrocientos años. Como la Teresa de Ceballos, asesinada por reírse fuerte. O como la hija de Aristóbulo, Dianita, que finalmente entregó su vida el día que el Mafaldo se levantó revirado, la agarró descuidada y le apretó con fuerza la garganta (Demitrópulos, 1978: 112-113).

Anteriormente, Medinas es comparada con “Una hermosa niña violada por un idiota” (Demitrópulos, 1978: 20), lo cual alude al caso de La Dianita. En conclusión, el territorio es una de estas mujeres en agonía que no pudo prosperar a causa de una invasión colonizadora y asesina de lo femenino. Medinas y Santiago del Estero son las llamadas “ciudades de barro”, descriptas por los españoles en términos femeninos desde una mirada paternalista, como hembras que poseen y que despiertan su erotismo, como esposas celosas y embriagadoras (Demitrópulos, 1978: 65); expresa Diego de Medina:

Santiago se hace amar. Es comprensible lo que Aguirre sentía por ella. No es un capricho que uno tiene con la ciudad. Es vanidad de creación. Orgullo. Halago. Gusto de proteger. Alegría de recibir lo que ella entrega. Caminar por la ciudad que uno ha creado es como acariciarla (Demitrópulos, 1978: 65).

Al ser fundadas por el hombre, las ciudades nacen bajo el yugo de él, razón por la que, probablemente, son dóciles y manipulables como sus pobladoras.
En contrapunto con las ciudades de barro, se alzan las de oro. La novela narra el ardoroso deseo de los españoles por encontrarlas: “Era la búsqueda del Dorado, el delirio de la cabeza de Aguirre” (Demitrópulos, 1978: 102). Tal como explica Nallím:

La ciudad dorada los envicia, los enloquece y a pesar de sus regresos distópicos, el resplandor de su brillo es el único horizonte, es la única posibilidad futura que justifique la empresa fundacional; poner la mirada en esa ciudad de mármoles y balcones colgantes para borrar la miseria y la muerte de esta tierra reseca (2008: 220).

Constantemente, los conquistadores creen vislumbrar la ciudad dorada que se evanece delante de sus ojos, se desdibuja en tormentas de polvo levantadas por los caballos, se esconde detrás de las nubes o se muestra, fugazmente, en forma de resplandor. “Más allá. Más adelante. La ciudad estaba al alcance de la mano” (Demitrópulos, 1978: 103), repite el texto como estribillo cuando hace referencia al grupo de soldados que persigue esta ilusión.
Los territorios legendarios, a diferencia de los anteriores, son equiparados con mujeres que no se dejan conquistar; es por ello, quizá, que recuerdan a figuras femeninas idealizadas, tales como la de la madre sagrada: “Y sé que cuando buscábamos la legendaria de los Césares, en realidad estábamos buscando una conexión, un lazo, algo así como el origen, la identidad con los antepasados de estos lares” (Demitrópulos, 1978 66). Cuando Diego fantasea con ellas, escucha a “las nanas de las madres adormilando a sus pequeños que son hijos, como yo, de esta tierra” (Demitrópulos, 1978: 66). En la América utópica, lo femenino aparece no ya como lo dominado, sino como lo dominante: aquello que el hombre quiere someter y no le es posible, aquello que siempre se le escapa de entre los dedos, aquel refugio maternal que sirve de garantía de la identidad individual, pero que no se muestra sumiso. Este espacio de poder, que es también otro tipo de maternidad no normativa, solo tiene existencia en un plano utópico, no real. Si bien el proyecto artístico de Demitrópulos aún no concede una esfera de rebelión a la mujer de carne y hueso, la avizora en la fabulosa Trapalanda.

El proyecto contraventor de Libertad Demitrópulos

“Históricamente, somos las guardianas de lo corporal; no debemos abandonar esa guardia, sino identificarla como nuestra, invitando a los hombres a no convertirlos en ‘sus cuerpos’, una salvaguarda de sus cuerpos” (1985: 15), argumenta Irigaray en el citado texto de su autoría. En La flor de hierro, tal empresa resulta imposible. Medinas es la territorialidad parasitaria que sobrevive gracias a la muerte literal de los trabajadores del ingenio, pero también a la muerte de todas estas mujeres y de las múltiples posibilidades que tienen como tales. Enmarcadas en la lógica de la conquista, la ciudad y su antecesora Acapayanta muestran cuatro tipos de maternidades (maternidad negada, maternidad obligada, maternidad ilegítima y maternidad que fortalece los lazos femeninos) coaccionadas y convertidas en espacios no libres. En consecuencia, y a pesar de tener aptitudes que subvierten el estereotipo de mujer de la época, Violante, La Dianita y La Tere se vuelven víctimas de estos suelos demasiado masculinos donde no pueden valerse de la autonomía de su cuerpos y hallar a lo femenino como posibilidad de rebelión, como lo dominante, lo cual se prefigura, únicamente, en las ciudades míticas, es decir, existe como una posibilidad no realizada o, quizá más exactamente, como una posibilidad realizada, pero en el orden de lo imaginario. A partir de lo hasta aquí desarrollado, se concluye que el proyecto literario de Demitrópulos socava el discurso dogmático propuesto por la última dictadura militar sobre el modelo utópico maternal, porque expone los peligros que corre la mujer al ser percibida según sus parámetros encorsetadores y porque derroca su intención reductora y uniformadora de lo femenino revelando que no hay un solo paradigma de mujer, sino múltiples mujeres a las que este oprime o pretende oprimir.

Notas

1|   Las otras dos catalogaciones que plantea Nallim son: “Narrativa de la Resistencia y el Testimonio” que incluye a Los comensales y Sabotaje a un álbum familiar, novelas donde aparece el tópico de la rebelión de la masa obrera y la deconstrucción de la memoria familiar y social como elementos constitutivos de la identidad. Y “Narrativa de síntesis”, que comprende a Un piano en Bahía Desolación, donde se desarrolla el desamparo distópico que atraviesan las zonas del sur de la Argentina, país construido sobre la base del exterminio y terror de Estado (2008: 352-353).
2|   Cabe resaltar que existen otras posturas sobre Hécuba. Mirón Peréz sostiene que, si bien es considerada el paradigma de la maternidad utópica, Hécuba desarrolla rasgos transgresores. La tragedia de Eurípides muestra a la esposa de Príamo atacando a Poliméstor, el rey de Tracia y responsable de la muerte de su hijo Polidoro, a quien, con la ayuda de las cautivas, deja ciego luego de asesinar a su familia. Este uso de la violencia tiene connotaciones femeninas, porque las armas que hieren al rey son los alfileres de los vestidos de las mujeres (2009: 76).
3|   “La maternidad como experiencia” se refiere a la relación potencial que tiene cualquier mujer con las facultades de la reproducción, mientras que “la maternidad como institución” tiene por objetivo garantizar que esas facultades sean controladas por el poder patriarcal estatal (Rich, 1986: 47).
4|   El instinto maternal es retomado por varias autoras como, por ejemplo, Elisabeth Badinter, quien, en ¿Existe el amor maternal? Historia del amor maternal siglos XVII al XX, subraya la incidencia que esta ficción cultural aún tiene en el imaginario social de nuestro tiempo. Para la autora, si bien, hoy en día, los conceptos de instinto y naturaleza están menoscabados, la sociedad continúa creyendo que las actitudes maternales son tan poderosas y universales que deben tener su origen en la naturaleza, por tanto, “Hemos cambiado el vocabulario, pero no las ilusiones” (1981: 13).

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