ARTICULO
Representaciones geográficas y estigmatización de asentamientos populares en Buenos Aires y Comodoro Rivadavia
(Social representation and stigmatization of popular settlements in Buenos Aires and Comodoro Rivadavia)
María Cristina Cravino* - Santiago Bachiller**
Recibido el 23/04/19
Aceptado el 25/09/19
*Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) / Universidad Nacional de Rio Negro - Argentina Correo Electrónico: mccravino@gmail.com
**Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) - Argentina Correo Electrónico: santiago.bachiller@gmail.com
Resumen
Este artículo tiene como propósito realizar una comparación sobre las representaciones socio-espaciales (imaginarios urbanos o geográficos) dominantes relacionadas con los asentamientos populares (villas miseria y asentamientos) de dos ciudades argentinas de diferente envergadura: el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) y Comodoro Rivadavia. En el AMBA prevaleció una lectura moral soGbre los asentamientos populares. Por el contrario, en Comodoro Rivadavia la degradación urbana es un imaginario que posee menos relevancia en las representaciones sociales. A diferencia del AMBA, en Comodoro el territorio no es percibido en base a un dualismo que opone un centro (valorado moralmente) de una periferia. De este modo, constatamos que los estigmas se espacializan de modo diferente debido a factores como el tipo de construcción histórica, el rol de los medios de comunicación y las intervenciones estatales.
Palabras Clave: Imaginarios urbanos, configuración urbana, Área Metropolitana de Buenos Aires, Comodoro Rivadavia
Abstract
The purpose of this article is to make a comparison about the dominant socio-spatial representations (urban or geographic imaginaries) related to the popular settlements (shantytowns and settlements) of two Argentine cities of different sizes: the Metropolitan Area of Buenos Aires (AMBA) and Comodoro Rivadavia. In the AMBA, a moral reading prevailed over the popular settlements. On the contrary, in Comodoro Rivadavia urban degradation is an imaginary that has less relevance in social representations. Unlike the AMBA, in Comodoro, the perception of the territory is not based on a dualism that opposes a center (morally valued) to a periphery. In this way, we find that stigmas are spatialized differently due to factors such as the type of historical construction, the role of the media and the state interventions.
Keywords: Urban imaginaries, urban configuration, Metropolitan Area of Buenos Aires, Comodoro Rivadavia.
Introducción
Este artículo tiene como propósito realizar una comparación sobre las representaciones socio-espaciales (imaginarios urbanos o geográficos) dominantes sobre los asentamientos populares1 de dos ciudades argentinas de diferente envergadura: el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) y Comodoro Rivadavia (CR). Según el Censo de Población y Vivienda realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC, 2012) en el año 2010, la primera supone un aglomerado compuesto por la ciudad capital de la Argentina y por 24 municipios que la rodean (pertenecientes a la Provincia de Buenos Aires), albergando 12.806.866 de habitantes, mientras que CR es una ciudad intermedia, ubicada en el sur de la provincia de Chubut, donde residen 177.038 personas.
Los discursos dominantes sobre los asentamientos populares guardan relación con el poder diferencial de quienes se constituyen en los principales agentes a la hora de imponer ciertos imaginarios geográficos por sobre otros. Es decir, los medios de comunicación, funcionarios estatales y, en menor medida, el ámbito académico. Desde ya que existen otras representaciones sobre los barrios populares, en particular las que construyen sus habitantes. Aunque recurrentemente dichos discursos reproducen los imaginarios geográficos dominantes, en ocasiones suponen fuertes desafíos al orden urbano imperante. No obstante, debido a que el eje de análisis gira en torno a los imaginarios urbanos hegemónicos, este tipo de narrativas no serán incluidas en el presente trabajo. En Argentina, los significantes urbanos dominantes son producidos, principalmente, desde el AMBA; en las otras urbes del país circulan imaginarios urbanos que son construidos en una relación de contraste/similitud respecto de aquellos. Como se verá, los asentamientos populares que se encuentran en ciudades como CR no encajan fácilmente en las tipologías de villas o de asentamientos generadas en el ámbito porteño y el Conurbano Bonaerense. Más importante aún, que dichas narrativas sean conocidas no equivale a plantear su aceptación y uso cotidiano. Por el contrario, en otros escenarios, el peso de las representaciones sociales dominantes sobre los asentamientos populares se ve mitigado, y muchos de sus significantes claves de lectura son resignificados. Con esto, queremos marcar su dinamismo, tanto en el tiempo como el espacio. Por esta razón historizaremos los procesos, marcando continuidades en el caso de Buenos Aires y disrupciones en la temporalidad reciente en el caso de Comodoro Rivadavia.
Si bien se trata en su conjunto de espacios estigmatizados, se debe estar atento a sus matices y resemantizaciones locales. Esta cuestión será objeto de análisis en el presente artículo. Aún con las dificultades de pensar simultáneamente dos escalas urbanas tan disímiles, un ejercicio comparativo como el que aquí se propone es relevante por diversos motivos. En primera instancia, resulta fértil para poner en cuestión generalizaciones sobre las significaciones sociales de los asentamientos populares. En segunda medida, cuestionar categorías sociales que suelen ser traspasados de un entorno urbano a otro de modo acrítico. En tercer lugar, permite caracterizar la especificidad de las dinámicas urbanas del AMBA y de CR, desde una perspectiva relacional y el lugar que ocupan en ellas los asentamientos populares. Se entiende a la comparación como una herramienta que “agudiza el poder de descripción y juega un papel fundamental en la formación de conceptos” (Collier, 1992:21).
En tal sentido, y con relación al enfoque metodológico, en este texto se recuperan datos generados en los trabajos de campo etnográficos desarrollados en ambas ciudades, entre los años 2005 y 2017 en el caso del AMBA y entre el 2010 y el 2017 en CR. Esto implicó acudir a múltiples fuentes de información (entrevistas a funcionarios públicos y habitantes, documentos oficiales, publicaciones de periódicos locales y nacionales y producción académica). En relación al AMBA se construyó un corpus de notas periodísticas de los diarios de tirada nacional Clarín, La Nación y Página 12 entre los años 2006 y 2016. Los dos primeros constituyen medios gráficos dominantes ya que, a marzo 2018, el primero registra 116.189 ejemplares vendidos, mientras el segundo alcanza 76.621. Página 12 sólo cuenta con 11.46 (IVC, 2018). Además, este último tiene muy baja cantidad noticias en relación a villas y asentamientos. En los tres casos, la inmensa mayoría de artículos publicados sobre la temática se refieren al AMBA. En relación al trabajo de campo en esta región se hizo en la Ciudad de Buenos Aires (villa 31, 1-11-14, 21-24, 20 y 15) y en Conurbano Bonaerense (La Cava –San Isidro, Las Flores –Vicente López., San Ambrosio –San Miguel-, El Ceibo –José C. Paz-, Carlos Gardel –Morón-, Almafuerte –La Matanza-. 2 de abril –Almirante Brown-, Mitre –San Miguel-, Esperanza Grande –Quilmes-). Por otra parte, se entrevistaron a funcionarios del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, de la Provincia de Buenos Aires y del Gobierno Nacional vinculados al área de vivienda y de urbanización de villas y asentamientos. Por razones de espacio no se hará referencia a citas textuales de entrevistas o notas periodísticas (en otros trabajos se expusieron y se analizaron).
En cuanto a comodoro Rivadavia, se consultó las notas de los dos periódicos locales más relevantes (El Patagónico y Crónica) durante los años 2008 y 2016. Asimismo, el trabajo de campo implicó realizar entrevistas semiestructuradas a funcionarios de diversas dependencias municipales (Subsecretaría de Tierras, la Dirección de Catastro, etc.) y provincial (Instituto Provincial de la Vivienda). Las entrevistas se extendieron a representantes de otras instituciones claves ligadas con el tema sobre el cual gira el presente artículo (Uniones Vecinales, Centros de Promoción Barrial). Finalmente, el trabajo etnográfico incluyó a los vecinos que residen en barrios que surgieron mediante tomas de tierras: Abel Amaya, Cancha Belgrano, km14, asentamiento de Standar Norte, barrio “de los Paraguayos” (en el barrio 30 de Octubre), Cerro Solo, Las Flores, San Martín, San Cayetano y Stella Maris.
En cuanto a la organización del texto, en primer lugar, se revisan algunos aportes de las Ciencias Sociales en relación con las representaciones sociales geográficas de la ciudad y las experiencias metropolitana y urbana. En la segunda sección se focaliza en la primera clave explicativa: la conformación histórica y las dinámicas socio-urbanas del AMBA y CR, así como tópicos explicativos de dicha configuración, en particular el binomio centro-periferia. En el siguiente apartado se analizan las categorías barriales utilizadas en ambas ciudades y las heterogeneidades de los asentamientos y sus temporalidades. También, específicamente, se interroga sobre cómo ciertos significantes claves posibilitan una fuerte lectura moral de la espacialidad urbana del AMBA que, en cambio, se encuentra atenuada en la ciudad patagónica. Por último, se indaga en el proceso de hiperterritorialización del estigma en el aglomerado metropolitano, factor que contrasta fuertemente con el caso de la ciudad intermedia, donde los estigmas poseen dificultades para espacializarse. El artículo se cierra con reflexiones surgidas del ejercicio comparativo
Construcción social del espacio urbano: representaciones sociales del espacio e imaginarios urbanos
El campo de las representaciones de la ciudad ha dado lugar a diferentes conceptos que tienen en común la construcción de una subjetividad espacial. Dos autores que se han destacado desde la perspectiva de los imaginarios urbanos son García Canclini y Armando Silva. Para García Canclini (1997) la ciudad no es sólo un modo de ocupar un espacio, de aglomerarse, sino también un lugar donde ocurren fenómenos expresivos que entran en contradicción con la racionalización de la vida social. En sus estudios encontró una bajísima experiencia del conjunto de la ciudad hasta tal punto que, nos recuerda, inclusive el planeamiento abandonó la idea de actuar sobre la totalidad urbana, optando por concentrarse en lo que considera focos estratégicos. A pesar de que también individualizó actores comunicacionales que hacen intentos por recomponen dicha totalidad, este autor enfatizó en la metáfora de “ciudad videoclip”. La misma alude a la fragmentación de las percepciones de los habitantes de las distintas ciudades a un ritmo acelerado. Dicha metáfora deriva en los “imaginarios urbanos”: buena parte de lo que nos sucede es imaginario. Los imaginarios se nutren de toda la historia del conglomerado urbano, pero un aspecto central en tal sentido, es la vivencia del barrio. Silva otorga particular importancia a las demarcaciones simbólicas de los “territorios urbanos”. Considera que el “territorio fue y sigue siendo un espacio, así sea imaginario, donde habitamos con los nuestros, donde el recuerdo del antepasado y la evocación del futuro permiten referenciarlo como un lugar que nombro con ciertos límites geográficos y simbólicos” (2006:54). De tal modo, el territorio es “un espacio vivido, marcado y reconocido así en su variada y rica simbología” (Silva, op.cit: 9). Un aporte de su trabajo reside en proponer un principio de clasificación de los espacios urbanos: uno oficial, diseñado por las instituciones, y otro diferencial, marcado por el uso del ciudadano que lo nombra o inscribe. Otro aspecto relevante es la perspectiva de los imaginarios urbanos como construcción social. En tal sentido, el investigador colombiano define a los imaginarios como “aquellas representaciones colectivas que rigen los procesos de identificación social y con los cuales interactuamos en nuestras culturas haciendo de ellos unos modos particulares de comunicarnos e interactuar socialmente” (Ibid: 104) y “rigen los sistemas de identificación social y que hacen visible la invisibilidad social” (Ibid: 104).
En resumidas cuentas, tanto el trabajo de García Canclini como el de Silva enfatizan en el aspecto comunicacional de las representaciones de la ciudad, alertándonos sobre la relevancia de la dimensión simbólica del espacio en la vida urbana, cuestión presente en nuestro análisis comparativo sobre la percepción de los asentamientos populares en AMBA y en CR.
Desde la geografía humana Lindón, Aguilar y Hiernaux parten de un enfoque constructivista para comprender el espacio concebido/vivido (experiencia espacial), buscando develar “los sentidos y significados que son construidos en el proceso de contraste entre los elementos materiales y las representaciones, esquemas mentales, ideas e imágenes con que los individuos se vinculan con el mundo que, por otra parte, son de carácter sociocultural” (2006:2). Al igual que la perspectiva antropológica de García Canclini y comunicacional de Silva, sostienen que el espacio puede ser considerado como un texto, como un conjunto de símbolos. Así, estos investigadores proponen el concepto de lugar, entendido “como la forma clave de comprender el espacio a partir de la experiencia del sujeto, con toda la carga de sentido que dicha experiencia lleva consigo (…) el lugar es considerado como acumulación de sentidos” (Lindón, Aguilar y Hiernaux, op.cit.:12-3). En relación con la noción de “imaginarios urbanos”, según dichos autores es necesario tomar dos pilares: la subjetividad y la elaboración simbólica. Para ellos el valor analítico de este concepto reside en “la posibilidad de reconstruir visiones del mundo desde las cuales los sujetos actúan con propósitos y efectos de realidad” (Ibid:14). En otro trabajo, Lindón y Hiernaux (2007) afirman que el imaginario es entonces un proceso dinámico que otorga sentido a la simple representación mental y que guía la acción. La imaginación “es una forma de acceso a la realidad” (Lindón y Hiernaux, op.cit: 158). El imaginario tiene un carácter tanto individual como colectivo. Esta perspectiva es fértil para nuestro análisis, ya que nos permite pensar las representaciones sociales de los espacios barriales como comprensivas de la dinámica socio-urbana por parte de sus habitantes.
Los trabajos empíricos han hecho hincapié en las diferentes percepciones de la ciudad de acuerdo a los grupos de pertenencia, los usos de la ciudad e inclusive los horarios de vivencia de la misma. Así, desde una perspectiva amplia de la construcción de la subjetividad espacial, en su estudio sobre México, Duhau y Giglia (2008) optaron por el concepto de “experiencia metropolitana”. Esta noción puede extrapolarse a aglomerados de gran tamaño como el AMBA; en ciudades intermedias, como Comodoro Rivadavia, sería más útil referirse a la “experiencia urbana”. En todo caso, en este tipo de estudios encontramos afinidades con el concepto de habitus urbano propuesto por Pierre Bourdieu (1999), pues los mismos se preocupan por considerar “los efectos de lugar” en la vida social. Además, “esos fragmentos de imaginarios compartidos son los que contribuyen al establecimiento del vínculo social y a practicar la ciudad de maneras similares” (Lindón y Hiernaux, 2007:162). Por consiguiente, dicha concepción otorga igual peso a las prácticas y a las representaciones sociales sobre las mismas, en un proceso de aprendizaje y vivencia de la ciudad.
No todos los agentes sociales poseen el mismo poder a la hora de imponer un imaginario sobre otro, logrando que una determinada representación social se convierta en hegemónica. Significativamente, todos los autores citados coinciden en señalar a los medios de comunicación como los grandes generadores de representaciones sociales de la modernidad (que podemos llamar imaginarios o representaciones dominantes o hegemónicas). García Canclini (Op cit) llega incluso a sostener que el imaginario de los políticos se basa en buena medida en lo producido por los medios. En particular, Kessler (2012) indaga cómo los medios de comunicación han sido responsables en la difusión de los estigmas que afectan a un conjunto de viviendas de interés social en altura. Si bien dicho espacio urbano no corresponde a un asentamiento popular, sí comparte con ellos poseer imaginarios geográficos negativos. Las consecuencias de dicho proceso de etiquetamiento implicaron agravar el deterioro de las condiciones de vida, obstaculizar aún más las acciones en pos de mejoras, así como produjeron desventajas nuevas y específicas a nivel individual y colectivo. En definitiva, la estigmatización territorial representa un proceso de “discriminación estructural”, una “relación de poder y de dominación cuya eficacia descansa en que parte de sus contenidos justificadores van impregnando capilarmente todos los discursos sociales” (Kessler, op.cit.:190).
Si bien, las representaciones sociales dominantes las podemos asociar a los medios de comunicación (van Dijk, 1990), éstos estereotipan sentidos que circulan socialmente, tendiendo a homogeneizar y reproducir dichos imaginarios. Con lo cual nos encontramos con discursos públicos compartidos por la mayor parte de los actores sociales urbanos (vecinos, funcionarios públicos, periodistas y en menor medida por los académicos -aunque estos últimos no escapan a quedar atrapados en dichos imaginarios hegemónicos-). Los discursos subalternos, disputan con los oficiales, generando siempre procesos dinámicos entre los diferentes actores y dentro de sus grupos, pero justamente por su condición no lograr imponerse. Estos últimos no serán analizados en este artículo, como se indicó.
Los medios de comunicación son un actor más en la sociedad y recogen sus representaciones, pero tienden a magnificar o distorsionar la aprehensión de lo real y es el único espacio público que recoge una cierta representación de lo cotidiano (Visacovksy, 2014). No obstante, son principalmente la caja de resonancia de los miedos y según Martín Barbero (2000), a partir de un estudio de Bogotá, los medios viven de ellos. Inclusive este último autor sostiene que específicamente que las “imágenes” o representaciones sociales de la ciudad que construyen los medios de comunicación son justamente, asociados a los miedos (en particular vinculados a la violencia).
Conformación urbana, claves interpretativas e imaginarios geográficos en Buenos Aires y Comodoro Rivadavia
Es imposible sintetizar la evolución socio-urbana del AMBA en pocos párrafos. Simplemente se subrayarán algunos elementos para pensar el lugar de los asentamientos populares en la estructura urbana durante el siglo XX y comienzos del XXI. El poblado fundado en el siglo XVI recién comenzó a cobrar relevancia cuando, aún bajo la corona española, se constituyó en capital del Virreinato del Rio de la Plata en 1776. Por otra parte, el área que actualmente conforma la ciudad capital se delineó a fines del siglo XIX, en simultáneo con un crecimiento vertiginoso de la población, producto de la migración transatlántica impulsada por el Estado. Desde mediados de la década de 1940 este distrito mantiene su población estable en cerca de los 3.000.000 de habitantes. Mientras tanto, los municipios que lo rodean fueron naciendo como localidades de la campaña y luego, a fines del siglo XIX, se unieron a la capital federal mediante la red de ferrocarriles. En paralelo al proceso de industrialización sustitutiva, a mitad del siglo XX comenzó a cobrar fuerza la migración rural del interior del país. Asimismo, desde la década de 1960 el estuario del Río de la Plata también fue receptor de migración de países limítrofes (particularmente de Paraguay y Bolivia).
Muchos de los migrantes (al comienzo europeos, pero luego, y con mayor peso, nacionales o de países limítrofes) comenzaron a habitar en los municipios circundantes a la capital federal, o incluso en los intersticios de la ciudad, tomando tierras en espacios desocupados, ambientalmente degradados o inundables, pero cercanos a las fuentes de trabajo. En tales sitios se conformaron barrios populares que se conocieron con el nombre de “villas”. Al no responder a la cuadrícula rectangular, las villas se caracterizaron por una configuración que no respeta el patrón de urbanización clásico inaugurado y vigente desde la etapa colonial. Las calles y los pasillos eran los espacios de circulación disponibles entre el agregado de viviendas, al comienzo muy precarias y luego de mayor consolidación edilicia (Cravino, 2006). La situación de hacinamiento estuvo desde los orígenes y permanece en la actualidad.2 Una nueva modalidad de ocupación surgió a comienzos de la década de 1980. A diferencia de las villas, las nuevas tomas de tierras replicaron la grilla rectangular, adaptaron el tamaño de los lotes en función de la normativa estatal y reservaron espacios para equipamientos públicos. A esta tipología se le dio el nombre de “asentamientos” (Merklen, 1991; Cravino, 2006). Estos emergieron en un clima de estancamiento económico, desindustrialización, desempleo, precariedad laboral, deterioro del salario real y creciente pobreza. Para una posterior comparación con el caso comodorense, el elemento que aquí nos interesa destacar es el siguiente: en el AMBA, los asentamientos populares se dieron tanto en escenarios de expansión económica como en épocas de crisis y recesión.
En Buenos Aires, la prensa dominante (Clarín y La Nación) y el mundo académico, por lo general, coincidieron en representar a dichos asentamientos populares bajo el binomio centro-periferia. Para esto adoptamos la perspectiva de la noticia como discurso público con efecto en las prácticas sociales y la ideología (van Dijk, 1990). Esta clave de lectura territorial, luego, se cristalizó como un imaginario geográfico dominante. El área central corresponde a la Ciudad de Buenos Aires, pensada como cosmopolita, “ordenada” y “consolidada urbanísticamente”, un espacio que concentra actividades económicas y culturales. Por el contrario, la periferia se identificó con el Conurbano Bonaerense, supuestamente precario en términos urbanos y plagado de déficits habitacionales, de transporte, de seguridad, ambientales y carente de dinámicas culturales relevantes. Como afirman Lindón y Hiernaux (2007) los imaginarios urbanos no sólo tienen carácter individual, sino preeminentemente colectivo y organizar tanto las percepciones como las prácticas. De este modo, dicho binomio refleja, entonces, la idea de una correlación perfecta entre el nivel socioeconómico de los grupos sociales y el espacio habitado. Muchas veces los académicos asumen dichos imaginarios geográficos como una realidad objetiva. Se debe tener en cuenta la “suburbanización de las élites” (Torres, 2001), proceso consolidado desde la década de 1990 bajo dos formatos: los countries3 y los barrios cerrados. En tal sentido, Gorelik (2015) advierte sobre el peligro de replicar una visión capital-céntrica y afirma que la periferia no puede ser imaginada como un reflejo imperfecto del centro, sino que debe ser analizada en función del conjunto urbano. A pesar de las advertencias, lo cierto es que a comienzos del siglo XX “los portavoces del establishment sólo lograban pensar el suburbio en términos de amenazas: anomia y desorganización, pérdida de la forma de la ciudad y la cultura, inmigración y pobreza” (Ibidem: 29). Dicho imaginario persiste y continúa afectando los marcos interpretativos de la espacialidad urbana del AMBA. También se observan tensiones y disputas en los sentidos de las representaciones geográficas, algunas de las cuales señalaremos seguidamente.
Con el paso del tiempo, la posición estatal respecto a los asentamientos populares fue variando, pasando desde el rechazo en la década de 1930 (con las primeras conformaciones barriales), a cierta tolerancia durante la década de 1940 y hasta fines de la década de 1950, cuando se ensayaron las primeras erradicaciones y relocalizaciones. Luego se alternaron momentos de mejoramiento barrial, indiferencia o erradicación, hasta un plan masivo de desalojo durante la última dictadura militar (1976-1983). De a poco, en la década de 1980, el paradigma de la radicación fue ganando terreno, aunque los desalojos continuaron presentes hasta la actualidad. En las décadas siguientes convivieron programas de mejoramiento, regularización dominial, abandono estatal, programas de integración urbana y “maquillaje urbano”. Podemos decir entonces, en relación a las últimas décadas, que existió una tolerancia diferencial, ya sea por el peso de las organizaciones barriales, la localización, la presión de diversos actores, las políticas públicas y otros factores en relación a cada uno de los barrios. Los ubicados en zonas de alta renta tuvieron menos posibilidades de permanecer.
Existen dos situaciones articuladas en la región metropolitana: continuidad urbana y fronteras físicas y/o sociales. A partir de la combinación de dichas continuidades y fronteras emergió un orden urbano que delimita jerarquías socio-espaciales específicas (Bourdieu, 1999). El orden urbano al que nos referimos se asocia con una estructura de expansión en forma de tablero homogéneo, la cual favoreció una rápida unificación del centro con los nuevos barrios suburbiales (Gorelik, 2004). La topografía de llanura colaboró con la posibilidad de un crecimiento continuo casi sin límites. A su vez, a comienzos de siglo XX la venta de lotes baratos en cuotas, primero en la Ciudad de Buenos Aires y luego en el Conurbano Bonaerense, junto a la instalación de medios de transporte públicos (Scobie, 1977), posibilitaron a los trabajadores el acceso a la vivienda, factor que generó el crecimiento en baja densidad de la metrópoli. Mientras la ciudad capital logró una fuerte consolidación temprana, en el Conurbano bonaerense la misma estuvo signada por los corredores ferroviarios, donde los espacios residenciales cercanos a las estaciones tuvieron características similares a los barrios de la capital federal, en cuanto a mayor infraestructura y calidad constructiva de las viviendas. Dichos subcentros, que tienen una vital importancia hasta la actualidad (Ciccolella y Vecslir, 2012), implicaban una comunicación que en todos los casos convergía en el centro. Para la circulación entre los espacios intersticiales el transporte público por excelencia fue (y es) el ómnibus (“colectivo”), aunque éste nunca estuvo igualmente distribuido y en ocasiones menor frecuencia que el ferrocarril. Consecuentemente, la fuerte heterogeneidad urbana fue cristalizándose en un modelo de barrios que recuerda a un mosaico. En dicho modelo, los barrios de la Capital Federal presentan menos contrastes entre sí, albergando sectores de trabajadores formales, clase media y clase media alta. No obstante, se encuentran espacios claramente disruptivos; zonas diferenciadas por su precariedad, contiguas geográficamente a los otros barrios, pero lejanas edilicia, social y moralmente desde la perspectiva hegemónica urbana: las “villas”. Por el contrario, si bien entre los barrios del Conurbano Bonaerense se observan mayores contrastantes entre zonas urbanas, en cambio entre los barrios populares y las “villas” o los “asentamientos” las diferencias urbanas son, en muchos casos, más difusas. Dicha situación sucede mayormente en los municipios de la zona sur y oeste, y en menor medida en los de la zona norte (donde se concentra población de alta renta), la que tiene características más semejantes a la ciudad capital.
En resumidas cuentas, se observan fronteras más difusas entre los barrios de capital federal, pero más visibles con relación a las villas. En cambio, son algo más notorias las diferencias de calidad habitacional y urbana entre barrios del Conurbano Bonaerense, pero las distancias se atenúan entre los espacios residenciales populares y los asentamientos populares. A pesar de lo dicho, en todos los distritos las fronteras simbólicas están delimitadas. Los medios de comunicación (Álvarez, 2015), buena parte de los vecinos y hasta muchos funcionarios del Estado (Cravino, 2016), demarcan a los villeros o asentados como un sector social del que se debe sospechar, culpabilizándolos de las situaciones de inseguridad (esta cuestión será desarrollada más adelante). Otro elemento a resaltar, es que en los imaginarios geográficos dominantes la villa cobra mayor centralidad que los asentamientos, que son absorbidos en la representación social como equivalentes a villas.
La conformación histórica de Comodoro Rivadavia responde a características muy distintas. En primer lugar, su origen es mucho más reciente, pues se remonta a comienzos del siglo XX. Ubicada en una zona costera del océano Atlántico con características desérticas, su crecimiento urbano históricamente se vinculó con la industria petrolera. De hecho, verificamos una correlación entre booms petroleros, expansión urbana y tomas de tierras (Bachiller et al, 2015). Es decir, el desarrollo de la ciudad coincide con coyunturas donde el precio internacional del barril del petróleo se dispara, factor que conlleva un fuerte requerimiento de mano de obra, procesos migratorios, demanda de viviendas y el consiguiente encarecimiento de los precios del suelo y de la vivienda. Producto del primer boom petrolero de fines de los 1950 y principios de los 1960, la ciudad comenzó a expandirse hacia el oeste y el sur. Se trató de un crecimiento acelerado, que tuvo a la migración (procedente del sur de Chile y del noroeste argentino) y a las tomas de tierras como elementos centrales. A partir de entonces, las ocupaciones masivas de tierras y la autopromoción en la construcción gradual de las viviendas se convirtieron en el modo en que los sectores populares tradicionalmente enfrentaron sus problemas habitacionales. La escasez de políticas estatales de vivienda social y de un mercado accesible al suelo para los sectores populares, parecen haber reforzado un patrón que le otorgaba mayor tolerancia estatal a las ocupaciones cuando el mercado de trabajo requería muy rápidamente la llegada de personas de otras latitudes. Asimismo, en dichas épocas el territorio era percibido como un “desierto disponible”. Tratándose de una zona escasamente poblada y árida, donde la rentabilidad del suelo no se define por la productividad agrícola ganadera, las zonas que no estaban destinadas a la extracción de hidrocarburos no generaron una competencia por el suelo. Así, muchas personas recién llegadas, junto a las nuevas generaciones sin acceso a la vivienda, fueron ocupando suelo deshabitado en áreas que en aquel entonces eran consideradas como “alejadas” o “no urbanizables” (como las laderas de los cerros). El otro período de fuerte expansión urbana coincidió con el denominado segundo boom petrolero4 acaecido entre mediados y fines de la década del 2000, el cual supuso una nueva llegada masiva de inmigrantes (ya no procedentes del sur de Chile, sino de distintas provincias del país, así como de Bolivia, Paraguay y Perú). Dicho proceso implicó tomas masivas de tierras en la periferia (Usach y Freddo, 2014).
Los espacios que en la ciudad patagónica nacieron mediante tomas de tierras, no responden satisfactoriamente ni a la tipología de villa, ni a la de asentamiento. Al haber surgido frecuentemente sobre las laderas de los cerros, la mayoría de estas barriadas populares presentaron una trama irregular, quizás sin tanta preeminencia de pasillos angostos, pero sí de calles que pretendían sortear barreras físicas en espacios de pendiente o zonas anegables. A diferencia del AMBA, en CR las representaciones sociales dominantes sobre los asentamientos populares no se encuentran tan cargadas de prejuicios estigmatizadores y no suponen una disrupción demasiado marcada del paisaje urbano. De hecho, comparten con muchos barrios de clase media o media baja la falta de pavimentación de sus avenidas y calles, la ausencia de espacio público, una buena luminaria, mobiliario urbano, etc. En resumidas cuentas, debido al predominio de una imagen de continuidad entre los espacios populares y otras zonas residenciales de clase media, las disparidades barriales se ven atenuadas y los imaginarios geográficos (Lindón y Hiernaux, 2007) no se han cristalizado por barrio.
En nuestro análisis comparativo, todo apunta a que en la localidad chubutense las distancias socioespaciales tienden a acortarse. Al respecto, el primer factor explicativo se vincula con un imaginario dominante que identifica a la ciudad petrolera con el trabajo y el ascenso social. De algún modo, dichas representaciones sociales permean a todo el territorio comodorense, afectando incluso el modo en que se piensan a los asentamientos populares. Vale la pena recordar que los mismos surgieron, mayormente, en contextos de pleno empleo. En segunda instancia, ciertos elementos claves en la interpretación de las villas del AMBA no se encuentran presentes en el imaginario colectivo dominante comodorense.
A diferencia del AMBA, Comodoro Rivadavia es una ciudad “descentrada”; es decir, el eje centro–periferia no ha sido una clave de lectura de la espacialidad local (Bachiller, 2014). Por un lado, su topografía dominada por cerros y zanjones obstaculizó la posibilidad de pensar a la ciudad como una serie de anillos contiguos que se extienden a lo largo de una planicie. Por otro lado, en sus primeras décadas de vida, el patrón de urbanización supuso la expansión hacia la zona norte y estuvo signado por la conformación de fragmentos urbanos empresariales (por lo general petroleros), que permanecieron durante mucho tiempo desconectados del resto del entramado urbano. El nivel de autonomía de tales barrios (denominados “campamentos”), así como la fuerte homogeneidad laboral y el sentido de pertenencia que los mismos supusieron, promovieron un marcado orgullo residencial. Tal contexto obstaculizó la emergencia de un paradigma espacial capaz de retratar a la ciudad apelando a una periferia degradada respecto de un centro. En definitiva, facilitó una representación dominante de la ciudad que no resalta las barreras simbólicas entre barrios.
Jerarquías urbanas y categorizaciones barriales en torno a los asentamientos populares de Buenos Aires y Comodoro Rivadavia
Entre las décadas de 1940 y 60, la aparición de villas en el AMBA fue asociada con la migración y la demanda laboral fabril, en el ámbito de la construcción o del empleo doméstico. En tal época, la villa fue pensada como un espacio residencial “transitorio” para trabajadores pobres. Si bien tales representaciones sociales gradualmente fueron resignificándose, la cristalización del estigma se produjo durante la última dictadura militar (1976-1983). El autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” desarrolló una política masiva de desalojos violentos (particularmente en Capital Federal), así como una campaña de desprestigio hacia los residentes de las villas, quienes fueron acusados de “delincuentes”, “oportunistas” y “personas fácilmente clientelizables” (Oszlak, 1991). Asimismo, los dispositivos comunicacionales dominantes de dicho gobierno comenzaron a operar como un actor fundamental en el proceso de identificación de las villas como espacios urbanos disruptivos. El peso del estigma en el imaginario urbano, se verifica al recordar cómo las tomas de tierras de principios de la década de 1980 respetaron la grilla urbana y organizaron el espacio ocupado buscando diferenciarse de ese sitio temido y repudiado, conocido como “villa miseria”.
Una vez recuperada la democracia, la conformación de organizaciones barriales (tanto de las villas como de los asentamientos) no logró refutar las representaciones sociales hegemónicas que señalaban a estos barrios como lugares peligrosos. En la década de 1990 se consolidaron estas tendencias previas. Por un lado, la percepción de inseguridad se masificó y los asentamientos populares fueron señalados como “chivos expiatorios”. Por otro lado, en dicha época los medios de comunicación terminaron de convertirse en un agente central en la conformación de un imaginario dominante, que indefectiblemente define a dichos barrios función de un conjunto de “problemas”. Asimismo, las agencias estatales han sido otra entidad clave en la promoción de discursos estigmatizantes que descalifican a los asentamientos populares. Así, en la ciudad de Buenos Aires recientemente se escucharon afirmaciones de actores gubernamentales aludiendo a la necesidad de “pacificar” a estos barrios, dando por supuesto una situación de guerra o violencia endémica. Incluso los programas de mejoramiento y re-urbanización que emergieron como una acción contraria a la estigmatización, no fueron acompañados por un discurso estatal capaz de revertir las percepciones sociales dominantes y negativas en relación con estos espacios.
En cuanto a la intensidad de las mejoras de las viviendas, en el AMBA se observa una amplia variedad de situaciones. Algunos asentamientos populares han logrado consolidarse rápidamente debido a su capacidad organizativa, otros han progresado gracias a programas públicos, mientras que en muchos casos el nivel de mejoras ha sido ínfimo. Más allá de los matices, de modo genérico podemos afirmar que en el derrotero de dichas barriadas existen dos ritmos muy marcados, a su vez vinculados con la escasez de suelo y con la presión demográfica ante la llegada de migrantes. Por un lado, verificamos un crecimiento rápido en altura y con cierta calidad constructiva en las villas de la ciudad central, asociado a su vez a un proceso de inquilinización (Cravino, 2006). Por el otro lado, se constata una densificación más lenta en el Conurbano Bonaerense. A su vez, en las villas de la periferia el nivel de consolidación se ralentiza a medida que nos alejamos de las centralidades urbanas. En resumidas cuentas, un principio sociológico común a tanta heterogeneidad habitacional permite afirmar que el clivaje temporal es fundamental en el desarrollo de los asentamientos populares: en líneas generales, los más antiguos se encuentran más consolidados, mientras que en los más recientes se observa una mayor precariedad del hábitat. En el caso de la CABA, predomina un rechazo de los vecinos a la presencia de asentamientos, inclusive en algunos casos de barrios similares, pero más antiguos (Cravino, Palombi y Quintar, 2014). Algo semejante sucede el Conurbano Bonaerense, aunque de modo más atenuado.
Las representaciones sociales dominantes inciden en la conformación de un habitus urbano (Duhau y Giglia, 2008). De este modo, en el AMBA, los asentamientos populares son percibidos por los habitantes de la urbe como espacios peligrosos que deben ser eludidos en los recorridos cotidianos del resto de la ciudadanía. Así, remises5, taxis, repartidores de cartas e incluso en muchos casos ambulancias o las fuerzas policiales, no circulan por dichos territorios. Sus habitantes han manifestado en las entrevistas que frecuentemente son discriminados en los centros de salud, o que sus hijos son mal considerados por las instituciones educativas de la zona. Muchos de sus parientes o amigos tienen miedo de ir a visitarlos o, si lo hacen, es por medio de una serie de dispositivos que incluyen un punto de encuentro fuera del barrio y el acompañamiento por parte de alguno de sus habitantes. Estos imaginarios negativos se reproducen por medio de noticias periodísticas que los muestran como espacios negativos (Cravino, 2016, Martín Barbero, 2000).
La noción de asentamiento prácticamente no circula en las conversaciones cotidianas, mientras es la representación social dominante es la de villa. Esta última parece tener la capacidad de condensar todo espacio urbano de pobreza. Aún más, barrios que han modificado totalmente su fisionomía urbana y habitacional por programas de re-urbanización, para los vecinos del entorno siguen siendo definidos como “villas” (Cravino y González Carvajal, 2012). Asimismo, y a pesar de la diversidad señalada, observamos que la velocidad de los cambios en el AMBA es mucho más lenta respecto de la ciudad chubutense, factor que incide en la cristalización de la precariedad en este tipo de espacialidades.
La situación es bien distinta en el caso de la ciudad petrolera. Por empezar, no cuenta con un legado de fuerte organización de los habitantes de las barriadas populares. Asimismo, allí la última dictadura militar no percibió a los asentamientos populares como espacios de “subversión social y política” que debían ser erradicados. En tal sentido, la versión local de la represión militar no supuso el desalojo compulsivo ni una campaña de desprestigio de los barrios surgidos mediante tomas de tierras. A su vez, cabe precisar que los medios de comunicación (van Dijk, 1990) que se consumen masivamente en CR son los “nacionales”, es decir, los que se localizan y preferentemente giran en torno a las noticias del AMBA. De tal modo, para la percepción nativa, el discurso de estigmatización de las villas miseria parece discurrir alrededor de unidades territoriales lejanas y ajenas a la realidad local (Bachiller, 2014). Al igual que funcionarios de la municipalidad entrevistados, los medios de comunicación locales se fueron poniendo a tono con la tendencia mediática nacional, retratando negativamente a los asentamientos populares. No obstante, tal lógica discursiva es relativamente reciente y no surte los mismos efectos estigmatizantes que verificamos para el caso del AMBA.
En cuanto a los contrastes temporales, y a diferencia de la diversidad económica del AMBA, el perfil monoproductivo de CR supuso que no sólo los asentamientos populares, sino la ciudad en su conjunto se rija por el ritmo acelerado del petróleo. La temporalidad de una ciudad marcada por la intensidad de esa producción permitió la emergencia de un imaginario de ascenso social, la que permeó las representaciones sociales sobre el territorio, así como generó una sensación de espacialidad en permanente evolución. La categoría nativa de “campamento” (particularmente petrolero) refleja tal imaginario, otorgando un sentido de provisionalidad a un conjunto urbano que es figurado de manera dinámica, en permanente transformación. De algún modo, toda la ciudad es pensada desde las representaciones sociales dominantes como un “gran campamento” que nunca termina de construirse.
De tal peculiaridad urbanística interesa destacar dos elementos. En primer lugar, dichas representaciones sociales hegemónicas suelen vincular a la omnipresente precariedad del espacio urbano, potenciada a su vez por un clima adverso, con el desarraigo6. Según tal lógica discursiva, la “forma campamento” y la precariedad visual de la ciudad respondería a la cantidad de migrantes que llegan periódicamente a la ciudad en busca de un empleo en el mundo del petróleo. Debido a que su meta consistiría en acumular dinero para luego retornar a sus lugares de origen, esta gente no invertiría en mejorar sus viviendas y/o en el hábitat donde residen. En otros trabajos (Bachiller, 2015) se ha demostrado que tales relatos hegemónicos son asumidos como reales por quienes se autoperciben como los grupos “tradicionales” de la ciudad (es decir, por las clases medias que responden a la categoría nativa de “nacidos y criados”); a su vez, dichas narrativas contrastan con el fuerte sentido de pertenencia que expresaron los residentes de los asentamientos que relevamos en las investigaciones. Es sabido que el proceso del habitar conlleva tiempo. En el caso de estos últimos pobladores, el asentamiento popular suele ser percibido, de acuerdo a los datos relevados en las entrevistas, como un primer paso en una dinámica de progreso social, fuertemente ligado con las posibilidades laborales que otorga la ciudad petrolera. En segundo lugar, y este es el punto a resaltar en el presente artículo, las nociones de campamento y desarraigo se trasladan y contaminan el imaginario geográfico dominante del conjunto urbano. Es decir, existe una percepción de “provisionalidad” de dicha ciudad que permitió mitigar las perspectivas más estigmatizantes de los asentamientos populares. Esto contribuyó a opacar la espacialización de las representaciones sociales y traducirlas en determinadas “zonas de pobreza”. Así desde el imaginario geográfico dominante, la conformación de los asentamientos populares, así como la gradual consolidación de las viviendas, serían otra respuesta transitoria propia de una ciudad que se adapta como puede a los ritmos y la intensidad del mundo del petróleo.
Siempre con relación a la temporalidad, en comparación con el AMBA, en la ciudad patagónica se detecta una dinámica más rápida en las mejoras de las viviendas (cuestión que no necesariamente incluye mejoras del hábitat o entorno). En CR, personas que se desempeñan en empleos con ingresos superiores a la media (por ejemplo, obreros de la industria petrolera), forman parte de las ocupaciones de tierras. Esto frena los impulsos por asociar en las representaciones sociales hegemónicas al barrio con la marginalidad y la delincuencia, incrementando la percepción de dichos espacios como “barrios de trabajadores”.
Por otra parte, el Estado no se ha mostrado más eficaz que en Buenos Aires a la hora de garantizar la urbanización de los asentamientos populares. Por el contrario, la velocidad de los cambios se liga con la mayor capacidad adquisitiva de los hogares; especialmente en contextos de boom petrolero, en pocos años las casas de chapa y madera son reemplazadas por ladrillos y cemento, las familias amplían sus viviendas construyendo nuevos cuartos para sus hijos, etc.
Con los discursos ligados a la inseguridad y la delincuencia sucede algo similar. Comodoro Rivadavia es considerada una “ciudad violenta”, hasta tal punto que en el 2011 tuvo una tasa de 14,5 homicidios cada 100.000 habitantes, cifra que triplicaba el promedio nacional (Bachiller et al, 2015). Sin embargo, la violencia no necesariamente toma como epicentro a los asentamientos populares, sino que para las percepciones nativas dominantes parece desperdigarse por aglomerado urbano. Así, los habitantes de los asentamientos populares afirmaron recibir visitas de familiares o amigos en sus casas sin inconvenientes, del mismo modo en que ellos frecuentan a sus conocidos en otros sitios de la ciudad; los remises no se niegan a ingresar a dichos espacios urbanos, etc. Es decir, a diferencia de lo que sucede en el AMBA, los asentamientos no son imaginados como territorios vedados en los recorridos cotidianos. Más aún, como se verá luego, en las representaciones sociales nativas hegemónicas los espacios que mayormente suelen ser asociados con la delincuencia no surgieron mediante tomas de tierras, sino que son el resultado de planes oficiales masivos de vivienda7.
Las denominaciones nunca son neutras. De hecho, la forma de nombrar a los asentamientos populares refleja actitudes diferenciales en las dos ciudades comparadas. Los nombres con que se conocen a los asentamientos populares en el AMBA (villas, asentamientos/tomas de tierra) tienen una adscripción estigmatizante. En cambio, y como se profundizará en el último apartado del presente artículo, en CR los asentamientos populares no necesariamente son calificados de forma peyorativa. La forma más común de llamarlos es la de “extensión”, la cual supone una lógica inclusiva, pues los define como una prolongación respecto de un barrio preexistente (Bachiller, 2014). Esta forma de denominar suaviza las diferencias con otros espacios residenciales.
El principal organismo nacional de datos socio-demográficos, el INDEC, apeló al concepto de “villa” para aludir a todo asentamiento cuyo origen surge en suelo donde los habitantes no son propietarios. Por el contrario, muchos organismos estatales buscaron nombres alternativos que le dieran un encuadramiento “técnico”, a fin de “despegarse” de los sentidos peyorativos. Dicha situación denota cómo las categorías circulan, tanto en ámbitos técnicos como en el conjunto de la sociedad, entremezclándose y confundiéndose. Por otra parte, si bien el Estado es una usina central de categorizaciones clasificatorias del orden social (Tilly, 2000), los sentidos de aquellas tienen una vida local que se entrama con los imaginarios geográficos de las formas residenciales de cada ciudad y de la urbe en su conjunto.
Como se aludió anteriormente, la imagen potente de las villas en el AMBA, su nivel de incidencia en los medios de comunicación, en la conformación de políticas barriales, así como su tratamiento en la literatura o el arte, constituyeron a dichas unidades territoriales en una modalidad urbana decantada. Inclusive, aun cuando la tipología de asentamientos surgidos mediante tomas de tierra está numéricamente más extendida en el Conurbano Bonaerense que las villas, el nombre de esta última fagocita a aquel tipo de barrio que se mimetiza con la trama urbana. Es decir, en el imaginario geográfico dominante, la idea de villa abarca a toda ocupación de suelo, adoptando entonces un carácter universal y atemporal. En estas representaciones, la villa se coloca como el polo de la no ciudad, de lo que no debe ser. En otras palabras: se trata de “fragmentos de ciudad sin estatus de ciudad” (Cravino, 2006: 236). A su vez, y como se afirmó previamente, desde hace varias décadas se comprende este fenómeno de modo desvinculado de los ciclos económicos y de la evolución de las tasas de empleo. Por otra parte, los medios de comunicación son quizá los principales difusores de imágenes (van Dijk, 1990) negativas y estereotipadas sobre los asentamientos populares. Se recuerda que, en Argentina, la mayoría y los principales medios de comunicación (en términos de capacidad de llegar e influir sobre una audiencia masiva) se localizan en la ciudad de Buenos Aires. Por lo general, los mismos no se preocupan por diferenciar tipologías habitacionales, sino que simplifican su discurso apelando a la categoría de “villa” y de “villero” para tipificar un estilo de vida que sería propio de los barrios populares en su conjunto; evidentemente, dicha forma de representar refuerza los relatos estigmatizantes y homogeneizantes. Finalmente, aunque en menor medida, el ámbito académico también ha contribuido su grano de arena en la puja de sentidos sobre las representaciones de los asentamientos populares. La temprana producción académica sobre la historia urbana y los asentamientos populares en el AMBA implicó que la forma de comprender a dichas espacialidades tuviera una fuerte visibilización al interior del campo científico y en el espacio público, factor que llevó a que buena parte de la conceptualización adquiriera, sin proponérselo, un rasgo sociocéntrico y homogeneizante para toda la Argentina. Asimismo, tal producción científica asoció a dichos barrios con determinados “problemas” o “ausencias/falencias”, visión que el ámbito académico nunca logró superar plenamente.
Se sostuvo que uno de los propósitos comparativos del presente texto reside en lidiar con dichas perspectivas “porteñocéntricas”. En tal sentido, se afirma que en el ámbito del AMBA prevaleció una lectura moral que percibe a los asentamientos populares como espacios claramente diferenciados del resto de la ciudad, mientras que en la ciudad patagónica los asentamientos se integraron en un imaginario espacial temporalizado, el cual permitió interpretar desde los imaginarios geográficos hegemónicos a dichas unidades territoriales no como espacios cuya degradación se ha cristalizado, sino como futuros barrios consolidados. Se puede asociar dicha situación con distintos factores. En primer término, con una tradición urbana en función de la cual los sectores populares de la ciudad patagónica recurrentemente resolvieron sus necesidades habitacionales ocupando predios vacantes e iniciando un proceso de autopromoción en la construcción de sus viviendas que incluyó a sectores de clase media o media baja. El posterior reconocimiento estatal de los asentamientos populares, la tolerancia permisiva que actuó a modo de amnistías masivas por parte del gobierno local, facilitó que gradualmente se fuera borrando de la memoria colectiva urbana dominante el origen de dichos barrios ligados con ocupaciones masivas de suelo. De hecho, recordemos nuevamente que la interpretación del fenómeno de las tomas de tierras como un acto jurídico ilegal ha sido fomentada recientemente por las autoridades municipales y por los medios de comunicación locales. Esto muestra el dinamismo de las representaciones geográficas, que nunca son estáticas, sino que pueden reproducirse en el tiempo, como sucede en el AMBA o ir modificándose como ocurrió en CR. En segundo lugar, la manifestación territorial de los estigmas se ve obstruida por un imaginario dominante que concatena la proliferación de asentamientos populares con el crecimiento urbano inherente a los booms petroleros, factor que a su vez se conecta con el crecimiento económico y el empleo. Tal como se argumentó previamente, en CR el imaginario de ascenso social hegemónico moldea las representaciones sociales sobre los asentamientos populares. Estas cuestiones serán desarrolladas con mayor profundidad al analizar la denominación de los asentamientos populares mediante el término “extensión”.
Hiperterritorialización del estigma en el Buenos Aires y dificultades para espacializarse en Comodoro Rivadavia
A lo largo del texto se constató la presencia de un lenguaje moral dominante en el AMBA, el cual percibe a los asentamientos populares como espacios degradados. Las fronteras simbólicas que separan a los sectores populares del resto de la población se endurecen en dicha región, llegando a cristalizarse en significantes claves de lectura. Es lo que ocurre con la categoría de “villero”: la misma parece condensar todos los males urbanos, o al menos todos los temores y prejuicios de los grandes formadores de opinión pública (como son los medios de comunicación y buena parte del aparato estatal). Tiende a confundirse y fundirse lugar y habitantes. Es oportuno aquí retomar la idea de que el lugar es considerado como acumulación de sentidos (Lindón, Aguilar y Hiernaux, 2006). Siguiendo ese razonamiento, se diría que en el AMBA el estigma se encuentra hiperterritorializado. Por esta razón, a los pobladores les resulta más difícil organizar un discurso que lo contrarreste e instaure una representación espacial alternativa. Algo similar ocurre con las interpretaciones del fenómeno articuladas en torno a la imagen de una población asistida por planes sociales. Tales representaciones hegemónicas estigmatizan a dichos grupos sociales, sosteniendo que prefieren tal condición a la de ser trabajadores.
La misma tipología habitacional en la localidad patagónica genera efectos de lugar muy diversos. En CR no todos los estigmas se espacializan y, cuando lo hacen, no necesariamente son asumidos por las poblaciones destinatarias de tales miradas prejuiciosas (Bachiller et al, 2105). En una ciudad petrolera que suele contar con una de las más altas tasas de ocupación del país, y que a su vez se constituyó alrededor de un imaginario hegemónico basado en el trabajo y el progreso social, las representaciones sociales sobre la pobreza, el desempleo y el asistencialismo estatal, no necesariamente se focalizan en una unidad territorial específica. No se observa un estigma similar al del “villero”, donde la precariedad de la vivienda parecería impregnar la calidad humana de sus ocupantes, impactando negativamente en sus sociabilidades e identidades (Merklen, 2005). En la ciudad chubutense, los espacios que surgieron mediante tomas de tierras son percibidos mayormente por los principales actores urbanos (funcionarios gubernamentales, vecinos y medios de comunicación) como una figura urbana intermedia: no son totalmente equiparables a un barrio, pero tampoco son necesariamente etiquetados de manera negativa. Un primer ejemplo al respecto: la forma más común de denominar a dichas zonas es la de “extensión”, término que presupone una lógica inclusiva, pues lo que resalta es la prolongación respecto de un barrio preexistente. Un segundo ejemplo remite a cómo los discursos nativos dominantes plantean sin titubear que “en Comodoro no hay villas” (Bachiller, 2014). Para el imaginario dominante, la villa es una tipología habitacional que no se vincula con la historia local, sino que se liga con la tradición urbana de Buenos Aires. Al igual que en el AMBA, en CR el término “villa” es un significante que condensa territorialmente a la pobreza, el asistencialismo, la violencia, la marginalidad, la delincuencia y el narcotráfico. Sin embargo, cuando el término surge en las conversaciones entre vecinos de la ciudad formal que entrevistamos, al igual que funcionarios públicos interrogados, es con relación al temor de que ciertas zonas de la ciudad se transformen en esas espacialidades temidas y “propias” del ámbito porteño-bonaerense.
En definitiva, en la ciudad patagónica los estigmas existen, pero no se espacializan con tanta frecuencia. Ciertos significantes, que en el AMBA resultan claves en la interpretación de la espacialidad popular, no toman cuerpo en una unidad territorial que es delimitada y calificada en términos de degradación. Y, cuando sí lo hacen, por lo general el estigma recae sobre los grandes complejos de viviendas masivas construidas por el Estado, antes que en los espacios que nacieron de la ocupación de tierras. Tomando los conceptos de efecto de lugar y de jerarquías urbanas de Bourdieu (1999) parecería que, en el caso de la ciudad del sur, los conjuntos de vivienda de interés social se encuentran en lo más bajo de la escala de representaciones urbanas hegemónicas. Probablemente ello sea así pues, en una ciudad petrolera que se rige mediante un imaginario de progreso social basado en el empleo, los residentes de los grandes complejos habitacionales son vistos como los grupos sociales que precisan de la ayuda estatal, ya que no pueden valerse por sí mismos. Por el contrario, quienes viven en asentamientos en el discurso público serían personas que buscan progresar por sus propios medios. En definitiva, las desigualdades espaciales y temporales conforman un sistema de jerarquías urbanas (Bourdieu, 1991) en donde los asentamientos populares siempre ocupan un lugar relegado, pero en el caso de CR y a diferencia del AMBA, el estigma ha sido matizado.
Retornando a la temporalidad como un vector fundamental en la interpretación de los asentamientos populares, se encuentra una coincidencia entre ambas ciudades: el tiempo de permanencia en el barrio es un factor clave en la calidad de las viviendas y la percepción del territorio. No obstante, se entiende que en la localidad patagónica la “antigüedad” posee un mayor peso interpretativo. Este sería otro factor que permite mitigar la impronta estigmatizante en la lectura comodorense sobre los asentamientos populares. El tiempo de permanencia en la zona desdibuja el origen y otras particularidades negativas. Esta situación no se verifica en el AMBA, ni siquiera cuando el barrio ha sido transformado físicamente por medio de intervenciones integrales del hábitat. Encontramos que los habitantes de un asentamiento urbanizado decían que los vecinos del entorno lo seguían viendo como una “villa” (Cravino y González Carvajal, 2012).
En la ciudad intermedia, la precariedad, e incluso el estatus legal de la vivienda, parecen ser parámetros menos importantes que la antigüedad en lo que respecta a los modos de clasificar al espacio urbano. Al respecto, tenemos el ejemplo de los denominados “barrios altos”, los cuales surgieron a fines de los 1950 mediante dinámicas de tomas de tierras sobre las laderas de los cerros. Pasaron más de cincuenta años de historia, y la mayoría de las viviendas continúan sin poseer un título de propiedad. Pese a lo afirmado anteriormente, en cuanto a que la principal modalidad de estigma se vincula con una perspectiva jurídica que clasifica como ilegales a quienes ocuparon tierras, el caso de los barrios altos demuestra que la posesión de un título de propiedad es un criterio importante, aunque no definitivo a la hora de imaginar el estatus de estas zonas. Tal es así que los discursos públicos comodorenses califican a dichas áreas como “barrios”, como espacios históricos e integrados al resto de la ciudad. Para el punto de vista hegemónico nativo, el simple paso del tiempo transforma un asentamiento en barrio.
En cambio, en el AMBA se mantiene a lo largo de las décadas al modo de percepción hegemónica de estos barrios. Hasta cierto punto se desliga de las transformaciones materiales de mejoramiento de las viviendas y de los barrios, cristalizando los estigmas en los espacios y en los sujetos, tal como lo estudio Kessler (2012) para un conjunto de vivienda de interés social. Esto no significa que los habitantes de ellos lo perciban de ese modo, sino en muchos casos buscan desplegar discursos contrarios y en otros los reproducen (Cravino, 2016). Los imaginarios geográficos continúan representándolos como “espacios de pobreza”. Existen programas de intervención en algunos asentamientos populares (Cravino y González Carvajal, 2012), pero la escala no es muy considerable. Sin la presencia del Estado parecería imposible que se diera una transformación material considerable. Por otra parte, y tal como se sostuvo previamente, incluso cuando existieron intervenciones estatales significativas, las mismas no lograron revertir las representaciones sociales dominantes sobre dichas espacialidades.
Reflexiones finales
Siguiendo a Silva (2006), los imaginarios urbanos constituyen una construcción social, que nos otorga modos particulares de comunicarnos e interactuar socialmente. Esto permite comprender los lugares diferenciales en ellos que ocupan los asentamientos populares en el AMBA y en Comodoro Rivadavia. Como se explicó, estos barrios son representados como el mundo de la ilegalidad y la pobreza en la primera y al del trabajo en la segunda. Los estigmas territoriales que se moldearon, en gran medida, por el rol de los medios de comunicación (Kessler, 2012) en torno a los asentamientos populares, fueron más tempranamente consolidados en el AMBA. Por el contrario, en CR este fenómeno es más reciente. Aún más, las representaciones geográficas se transportan de un lugar a otro gracias a los medios de comunicación (Martín Barbero, 2000), desmarcándose del territorio de donde surgen. No obstante, esta transcripción no es pasiva, sino que los marcos interpretativos (mayormente moldeados en el AMBA) impactan, pero no determinan el modo en que los asentamientos populares son percibidos en otras localidades. El enfoque comparativo permitió detectar una impronta porteño-céntrica, o conurbano-céntrica, en la interpretación “nacional” de los asentamientos populares. Constatamos que el corpus teórico, que suele ser interpretado como “nacional”, en realidad fue escrito en función de un contexto espacial y temporal particular (AMBA).
A su vez, en el marco de los estudios urbanos, encontramos una hipervisibilidad de los asentamientos populares en los imaginarios geográficos del AMBA en detrimento de otras tipologías habitacionales, mientras se observa cierta opacidad en relación a ellos en CR. Dicha situación guarda relación con varios factores, entre los cuales se destaca la conformación histórica diferencial de cada caso. En la región del AMBA, el binomio centro-periferia resultó un eje clave de lectura de la espacialidad, consolidando un imaginario de los asentamientos populares como periferias distantes de un centro valorado positivamente. Sin preocuparse por la proliferación de excepciones, como distintas sub-centralidades desperdigadas por el territorio bonaerense, el tándem centro-periferia presupone un fuerte contraste, donde la periferia se define en base a una distancia física y moral respecto de un centro (Bachiller, 2014). De tal modo, se impuso un patrón urbanístico que prescribe al centro como “normalidad” y espacialidad esperable, caracterizando al mismo en función de la presencia de infraestructura urbana y a partir del acceso a la vivienda mediante el mercado formal del suelo. Consecuentemente, el contraste con los asentamientos, cuyas dinámicas de acceso al suelo responden a una ocupación y que, asimismo, se encuentran marcados por el déficit de servicios urbanos, no podía ser mayor.
Las formas de nombrar a los asentamientos populares brindan pistas sobre las representaciones sociales hegemónicas en cada localidad. Pese a la enorme heterogeneidad de barrios populares, el término “villa” ha sido dominante en el AMBA. Así, las diversas tipologías habitacionales quedaron condensadas bajo la categoría “villa”, factor que supuso varias consecuencias. En primer lugar, miles de personas fueron condenadas a padecer una misma etiqueta estigmatizante. En segundo término, dicha lógica implicó la construcción de una espacialidad disruptiva con relación a otros barrios de la ciudad. Consecuentemente, emergieron y se robustecieron una serie de barreras simbólicas que demarcan a los asentamientos populares como “territorios de pobreza y delincuencia”. Dichas fronteras permanecen, incluso cuando los asentamientos son transformados urbana y ediliciamente.
En el AMBA, los primeros asentamientos populares surgieron en un contexto de sustitución de importaciones y albergaron a los migrantes que llegaban a la gran ciudad en búsqueda de un empleo. Durante sus primeras décadas de existencia, los mismos fueron identificados como zonas de albergue para las clases trabajadoras. Con el paso del tiempo, debido en buena medida al retroceso generalizado de las tasas de empleo y la expansión de la pobreza, los asentamientos populares fueron cada vez más asociados con espacialidades de precariedad. Durante la última dictadura militar encontramos un punto de inflexión en el proceso de estigmatización de dichos barrios populares. Este gobierno generó (o fomentó) un discurso que representaba a los asentamientos como espacios otros, como territorios (in)morales habitados por pobres indolente, delincuentes y sujetos clientilizables por agrupaciones partidarias o radicalizadas políticamente. La cristalización de las miradas signadas por prejuicios estigmatizadores, la hiperterritorialización de los asentamientos, se reforzó incluso en tiempos de recuperación democrática. Ni siquiera las políticas de mejoras urbanísticas lograron revertir un imaginario que identifica a dichos barrios como zonas inseguras que es preciso evitar. En este punto, se debe recordar nuevamente el peso que los medios de comunicación han tenido en la repetición cotidiana, y en la consiguiente solidificación de las representaciones geográficas negativas sobre estos barrios populares. Dichos imaginarios constituyen marcas de origen tan fuertes, que para los habitantes es muy difícil escapar de las mismas (Cravino, 2016). En definitiva, en el ámbito del AMBA prevaleció una lectura moral sobre los asentamientos populares. Por el contrario, en CR la degradación urbana es un imaginario que posee menos relevancia en las representaciones sociales.
En la ciudad patagónica el territorio no es percibido en base a un dualismo que opone un centro de una periferia, a un espacio evaluado de manera positiva con otro que es menospreciado. Este es un primer indicador que lleva a afirmar que los estigmas no se espacializan tan fuertemente como sucede en Buenos Aires. A su vez, las dificultades en el suministro de infraestructura y servicios urbanos no es una particularidad de los barrios informales, sino un elemento compartido por buena parte de la ciudad. Consecuentemente, los asentamientos no fueron interpretados en los imaginarios urbanos dominantes como una discontinuidad respecto del conjunto urbano. Del mismo modo, la tipología “campamento”, como unidad territorial de sentido ligada con la tradición urbana comodorense permite inferir que la configuración “desordenada” no es atribuible de forma exclusiva a los asentamientos populares, sino que es una característica del conjunto urbano. El “campamento”, al igual que el asentamiento informal, responde a un imaginario geográfico hegemónico de transición antes que de degradación. De tal modo, y a diferencia de lo que sucede en Buenos Aires, se fomenta una mirada menos infamante del territorio popular. En resumidas cuentas, en la ciudad patagónica las representaciones socio-geográficas dominantes esparcen la percepción de precariedad al conjunto urbano, y por lo tanto no las circunscriben a los asentamientos. Consecuentemente, en una urbe que en períodos de boom petroleros crece a un ritmo vertiginoso, la percepción generalizada a partir de la metáfora de un “campamento” en permanente evolución, fomentó una interpretación no tan prejuiciosa de los asentamientos populares. La asociación con el trabajo parece haber posibilitado una visión más optimista de la espacialidad urbana. Dicha lectura facilitó la percepción de los asentamientos populares como espacios en transición (hacia la categoría de barrio), invisibilizando (o al menos minimizando) la precariedad del presente. Por otra parte, los booms petroleros implicaron el crecimiento vertiginoso de una ciudad que nunca tuvo la capacidad de responder a la demanda creciente de viviendas. Consecuentemente, las tomas de tierra y la autopromoción en la construcción de la vivienda fueron el modo en que recurrentemente los sectores populares resolvieron sus necesidades habitacionales. La incapacidad estatal para hacer frente a las ocupaciones masivas de tierras devino en cierta tolerancia, en una mirada más permisiva sobre el fenómeno de las tomas.
En la construcción de las representaciones sociales hegemónicas sobre los asentamientos como un problema urbano, dichas tolerancias diferenciales adquieren una relevancia significativa entre ambas ciudades. Ciertos significantes que resultan claves en la lectura de la espacialidad popular del AMBA no se encuentran presentes, se diluyen o no necesariamente se corporizaron en los asentamientos populares comodorenses. La participación en las tomas de tierra de sectores que poseen ingresos superiores a la media nacional, la verificación de una temporalidad diferencial en el desarrollo de las tomas en la ciudad (sujeta al ciclo económico del petróleo), y una dinámica de estigmatización social no anclada en el espacio, constituyen divergencias sustantivas en cuanto a los modos en que procesos urbanos similares se expresan en geografías sociales distintas. Las fronteras que trazan las jerarquías urbanas son más blandas y permeables en la ciudad patagónica, donde los estigmas poseen serias dificultades a la hora de espacializarse (Bachiller, 2014). En tal sentido, recordemos que el término “extensión” representa la forma más difundida de denominar a los asentamientos populares en la localidad chubutense. Distanciándose de los estereotipos negativos que en otras latitudes se adosan a los espacios que nacieron mediante tomas de tierras, la categoría “extensión” presupone una lógica que aproxima a los asentamientos al universo de significación de los barrios. La afirmación nativa de que “en Comodoro no hay villas” apunta en una dirección similar. Es decir, cuando en los discursos nativos emerge la tipología “villa”, lo hace en condición fantasmagórica, como un mito urbano que representa el temor de que la ciudad patagónica “termine como Buenos Aires”. Otro ejemplo similar consiste en cómo los espacios que hace décadas surgieron mediante tomas de tierras en las laderas de los cerros, en el presente son identificados como “los barrios altos”; es decir, pese a que muchas de tales residencias no lograron un título de propiedad que permita modificar su estatus legal, la categoría de barrio incorpora simbólicamente a dichas áreas al resto de la ciudad.
En cuanto a los contrastes temporales, la velocidad en las mejoras de las viviendas es mucho más rápida en una ciudad que constantemente es afectada por los ritmos del petróleo. Por el contrario, en la región metropolitana de Buenos Aires los cambios más lentos parecen cristalizar una espacialidad que es asociada con la precariedad. Como se sostuvo previamente, en CR cobran preeminencia imaginarios geográficos que abarcan la totalidad de la ciudad, mediante los cuales los asentamientos populares son incorporados a la dinámica de constante transformación. Por otra parte, se afirmó que, en las jerarquías urbanas (Bourdieu, 1999) de una localidad petrolera tan marcada por el imaginario hegemónico de ascenso social y pleno empleo, los espacios más identificados con la asistencia estatal, como sitios inseguros y sin capacidad de transformación, son los grandes conjuntos de vivienda de interés social.
En ambas ciudades la ilegalidad y la temporalidad representan criterios fundamentales en la conformación de las percepciones sobre el territorio. Tanto en el AMBA como en CR, calificar como ilegal a un barrio refuerza los estigmas preexistentes, así como justifica la inacción estatal. Sin embargo, en la localidad chubutense la antigüedad de la residencia en la zona parece ser un vector más determinante respecto del AMBA, hasta el punto de trascender otros criterios como la precariedad o el estatus legal de la vivienda, permitiendo que el simple paso del tiempo transforme la representación de una zona de asentamiento popular a barrio. Si en el AMBA los estigmas se cristalizan, en particular por el rol de los medios de comunicación (Kessler, 2012), destinando a los asentamientos populares a un conjunto de representaciones sociales de degradación, en la ciudad patagónica el ciclo de urbanización esperado parecería confirmar que los estereotipos negativos no poseen la fuerza suficiente para estabilizar un imaginario urbano de precariedad y estigma social. Retomando la idea de Lindón, Aguilar y Hiernaux (2006) de que el lugar es considerado como “acumulación de sentidos”, encontramos una percepción hegemónica que concentra de negatividades sociales a los asentamientos del AMB, mientras las representaciones geográficas son más matizadas y diluidas para el caso de los barrios informales en CR.
Sin duda, los imaginarios urbanos que giran en torno a los asentamientos tienen efectos directos en las políticas públicas de intervención urbana; las representaciones sociales dominantes suponen contextos de legitimación o deslegitimación y, por lo tanto, no son neutras ni en los debates ni en la implementación de las políticas urbanas.
Notas
1| Utilizaremos indistintamente las denominaciones asentamientos “populares” o “informales” (frecuentemente también llamados “irregulares”) para referirnos al modo genérico de ocupaciones de suelo a fin de conformar barrios por parte de los sectores populares. Esto sucede en suelo vacante, tanto privado como público, e infringiendo la legislación vigente. A lo largo del texto veremos que, en el Área Metropolitana de Buenos Aires, los asentamientos populares suponen dos tipologías habitacionales, las “villas” y los “asentamientos” o tomas de tierras; mientras que, en el caso de Comodoro Rivadavia, el término de uso más frecuente es el de “extensión”.
2| La Comuna 8 de la Ciudad de Buenos Aires, que concentra la mayoría de las villas del distrito, cuenta con un 17,3% de hacinamiento (entre 2 y 3 personas por cuarto), cuando el promedio para todas las comunas es de 3,8%. A su vez, el hacinamiento crítico (más de 3 personas por cuarto) es del 3,8% y del 1,3% respectivamente (Dirección General de Estadísticas y Censos del Ministerio de Hacienda de la Ciudad de Buenos Aires, 2017). Tales datos muestras la inmensa brecha en las condiciones de vida urbana en estos barrios en comparación con el resto de la ciudad. No contamos con datos sobre el hacinamiento a ese nivel en el Conurbano Bonaerense.
3| Un country es una urbanización cerrada que posee equipamientos comunes.
4| A mediados del 2008 el barril de petróleo llegó a la cifra récord de 133,9 dólares por barril; mientras escribimos el presente artículo, el mismo no superaba los 50 dólares
5| Los remises son vehículos similares a los taxis, pero que operan desde una agencia en un local. En algunos casos se encuentran formalizados y en otros no (esto último es especialmente cierto en el Conurbano bonaerense).
6| Algunos ensayos de corte periodístico (Budiño, 1971), así como ciertos textos académicos locales (Márquez, 2008; Alonso, 1994; De Boer, 2011), se fundan en imaginarios de desarraigo. En los mismos, Comodoro es retratada como un campamento en permanente transformación, así como predomina un relato de degradación y de amenaza ante la incapacidad de controlar el espacio donde transcurre la vida cotidiana (Bachiller, 2015).
7| En tanto foco de venta de drogas y ejemplo de degradación urbana, no es casual que la trilogía fílmica titulada “El Comodorense” haya girado en torno a un conjunto habitacional conocido como “las 1008 Viviendas”.
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4 Bachiller, S.; Baeza; B. Vazquez, L. et al. (2015) Hay una ciudad informal… o la atendés o no la atendés. Revisando el papel que tuvieron las ocupaciones de tierras en la conformación del entramado urbano comodorense. En: Bachiller, S. (Ed.), Toma de tierras y dificultades de acceso al suelo urbano en la Patagonia central (pp. 69-124). Buenos Aires: Miño y Dávila y UNPAEDITA.
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