ARTÍCULO ORIGINAL
Muertos, aparecidos y diablos en la narrativa de Joselín Cerda Rodríguez, escritor tinogasteño
(Dead, specters and devils in the narrative of Joselín Cerda Rodríguez, tinogasta-born writer)
Judith de los Ángeles Moreno *
* Facultad de Humanidades - Universidad Nacional de Catamarca - Avenida Belgrano 300 - CP 4700 - Catamarca - Argentina. Correo Electrónico: yuyted@hotmail.com
RESUMEN
La narrativa de Joselín Cerda Rodríguez, escritor catamarqueño, oriundo de Tinogasta, es objeto de especial interés en el marco de una investigación extensiva que tenemos en curso, como proyecto de tesis de posgrado. Avizoramos que se trata de una escritura que aspira a producir un cambio en el espacio extratextual, en la medida en que se propone ser expresión de una pertenencia identitaria (en el sentido personal y colectivo que esta denominación engloba) en que la memoria constituye un punto de apoyo para recuperar y preservar el pasado de los primitivos habitantes de la región andina y de sus descendientes. La articulación de los textos con el contexto histórico, geográfico, social, cultural y simbólico es una de las perspectivas de abordaje escogidas. La otra perspectiva es la temática y hace centro en el estudio del tema de la muerte. El artículo se basa en la hipótesis de que no existen distinciones entre vivos, muertos y espíritus benignos o malignos en el mundo narrado; de que estas alteridades entran y salen de la cotidianeidad representada e interactúan con los personajes recreados en los textos. En esta contigüidad entre vida y muerte se asienta el núcleo de sentido derivado de los textos. Ahora bien, la cuestión pasa por preguntarse a qué se debe o a qué elemento(s) puede atribuirse esta particularidad. La lectura interpretativa se apoya en los siguientes textos: “La viuda”, “La salamanca” y “Don Pánfilo y la Luz Mala” de la obra Tinogasta en la leyenda (1996), “El rostro de la muerte” de Cuentos de la realidad y la ficción (2001) y “El velorio” de Estampas del pasado (2002). Se concluye que el trasfondo mítico-simbólico propio de la región Noroeste y de la macro-región andina instala una cultura espiritual, una manera de manifestarse en la vida cotidiana y, por ende, de proyectarse en el arte.
Palabras Clave: Joselín Cerda Rodríguez; Muertos; Narrativa; Vivos.
ABSTRACT
The narrative of Joselín Cerda Rodríguez, a writer from Catamarca, born in Tinogasta, is of special interest in the context of extensive research we are developing, as our graduate thesis project. We envisioned that it is a script which aims to produce a change in the extra-textual space, to the extent that it intends to be an expression of identity belonging (in the personal and collective sense that this term include) in which memory constitute a supporting point to recover and preserve the past of the primitive inhabitants of the Andean region and their descendants. The articulation of the text with the historical, geographical, social, cultural and symbolic context is one of the of the chosen approach viewpoints. The other perspective is the central theme and makes the study of the subject of death. The article is based on the hypothesis that there are no distinctions among living (people), dead and benevolent or malignant spirits in the narrated world; these othernesses go into and out to the represented everyday life and interact with the characters created in the text. In this contiguity between life and death is the core of meaning derived from the texts. Now, the point is to wonder what the reason is or what element(s) can be attributed to this particularity. Interpretative reading is supported by the following text: “La viuda”, “La salamanca” y “Don Pánfilo and La Luz Mala” from the works Tinogasta in the legend (1996), “El rostro de la muerte” from Cuentos de la realidad y la ficción (2001) and “El velorio” from Estampas del pasado (2002). We conclude that the mythical-symbolic background of the Northwest region and the Andean macro-region installs a spiritual culture, a way to express in everyday life and, therefore, to project on art.
Key Words: Joselín Cerda Rodríguez; Dead; Narrative; Living.
INTRODUCCIÓN
Casi a fines del siglo XX en Catamarca, la aparición de una escritura con las características de la de Joselín Cerda Rodríguez llama la atención no solamente desde la literatura, sino que sus textos bien pueden considerarse como canteras de donde extraer datos de interés histórico, sociológico o antropológico. De la obra total- que abarca 12 (doce) libros publicados- hemos construido un corpus compuesto por 7 (siete) títulos, en el que se apoya la investigación sobre la producción de Cerda Rodríguez, arriba mencionada y que, desde luego, incluye a Tinogasta en la leyenda (1996) y Cuentos de la realidad y la ficción (2001). Nuestro campo de visión es interdisciplinar, como también lo es el tema de la muerte y la configuración heterogénea de las textualidades escogidas, desde las perspectivas étnica, cultural, discursiva y lingüística.
Demarcar la temática de la muerte en la escritura de nuestro escritor es una de las operaciones epistemológicas destinadas a reconocer -por un lado- la facticidad y pertinencia de este tema en el marco de la obra global y -al mismo tiempo- abrir los bordes de la cala temática, para desarrollar en este artículo el estudio de la convivencia entre vivos y difuntos; la determinante presencia de otras entidades (diablos, aparecidos, duendes, brujas y otros) y de almas que rondan como fantasmas, que vagan por los cerros o por los pueblos, suplicando un bendito.
Como escritor, Joselín Cerda Rodríguez construyó un mundo ficcional asentado en sus vivencias directas, en sus recuerdos de una infancia transcurrida en su pueblo natal, en la memoria individual y colectiva del mundo indígena, como en sus demonios personales –nostalgias, recuerdos, “resonancias interiores”, emociones- y en el vuelo de su inspiración.
JOSELÍN CERDA RODRÍGUEZ. UN PERFIL BIOGRÁFICO
Nuestro interés por Joselín Cerda Rodríguez (1920- 2003) no sólo se debe a su escritura, sino también a su abierto y vehemente posicionamiento como estudioso profundo y defensor de las culturas originarias de América, en particular, la andina. El testimonio de su vida y el mensaje de su obra trasuntan una adhesión espiritual auténtica a los pueblos de raza cobriza de los que se sentía orgulloso exponente. Tanto en su trayectoria vital como en su escritura, el más visible plano está ocupado por la exaltación de los valores que encarna y representa el mundo indígena andino y la etnia colla.
Joselín Cerda Rodríguez, el hombre y el artista, sentía el llamado de los Andes. Se abre a nosotros, los lectores, con la piel dispuesta a saturarse de la sugestión y el influjo de sus cerros y quebradas, de sus soledades, de sus inasibles presencias: Kokena, el duende, la viuda, el Runa-Uturunco, el Ucumar, el diablo. Su ser se manifiesta en plenitud en contacto con la horizontalidad del altiplano, se regocija plácidamente en sus formas, aromas y colores.
Entre sus iniciativas públicas y militantes se destaca la creación, en 1986, de la Agrupación Indigenista “Juan Chelemín” de la que fue su primer presidente. El nombre de la asociación responde a la necesidad de homenajear al valiente guerrero diaguita, cacique de los hualfines y protagonista del Gran Alzamiento Calchaquí contra el sistema de dominación española, ocurrido entre 1630-1636.
Además, el constante trasiego de Cerda Rodríguez con las culturas aborígenes, de sus abundantes lecturas y viajes (por ejemplo, el que realizó al Cuzco, Perú o sus frecuentes regresos a Tinogasta, su lugar natal), el contacto permanente con la tradición oral y popular, enriquecieron, sin duda, su comprensión del funcionamiento mítico-simbólico del hombre del interior de su provincia y de la Región Noroeste. De estas percepciones, vivencias y palpitaciones está urdida su escritura.
Tuvimos oportunidad de conocer personalmente a Joselín Cerda Rodríguez, de escucharlo e inclusive de intercambiar con él opiniones valorativas sobre la obra del escritor peruano José María Arguedas “uno de los exponentes más creativos del indigenismo literario” (Vargas Llosa, 1996), de quien era fervoroso lector. Sus férreas convicciones indisociables de su modo de manifestarse en la vida, como ciudadano comprometido con la problemática de los pueblos originarios, nos sedujeron. De manera que, después que falleció empezamos a leerlo con curiosidad y con afecto. El propósito de ahondar en el conocimiento de su escritura y de pensarla como objeto de estudio surgió casi en simultáneo.
No es por azar, entonces, que este trabajo se plantee desde un corpus textual tomado de la narrativa de Cerda Rodríguez. Ya en los umbrales de su producción, es decir, en el libro titulado Los días iniciales (1993) se despliega la intencionalidad de recrear un mundo ficcional enmarcado entre los cerros y quebradas del oeste catamarqueño. Precisamente, Tinogasta en la leyenda (1996) -obra de la que se consideran tres textos en este artículo- se abre con “¡Colla…!”, un fragmento brevísimo en su desarrollo pero que opera como una especie de presentación del escenario y su personaje arquetípico, ambos inspiradores del mundo textualizado:
“El Altiplano, inconmensurable […]. Soledad, silencio y misterio. Arena y piedra, salares, montañas, nieve, los hijos del Llastay ... y viento, silbando o rugiendo. Y ahí, en ese mundo inexpugnable Él, el colla, el que desgarró el misterio y lo transformó en Leyenda. En semejante inmensidad, va desplazándose, imperceptible, un minúsculo canto rodado: sobre “usutas”, pantalón barracán, a media canilla, gruesas medias tejidas, un poncho cortito, el “chujllu” orejero, ojos de puma, color de cobre el changuito…y la quena única compañía … va rodando detrás de una estrella caída”. (p.15) (1).
Además de este pasaje de apertura, a lo largo del texto pueden ubicarse varios tramos en los que se ofrece el marco contextual (geográfico, cultural y simbólico) de los relatos. Tres ejemplos:
- “Las veces que nos habremos preguntado qué hay detrás de esa maravillosa muralla de piedra que se levanta al oeste de Tinogasta. […] Ese cerro que vemos a la distancia los naturales le llamaban Tantán por los ruidos subterráneos, enojos y bravuconadas del dios del fuego y los volcanes que se las pasa abanicando sus fraguas”.
- “[…] en ese mundo de la piedra pelada, aquellos que tienen buena memoria, saben que se esconde un tesoro invalorable que el indio enterró cuando se sintió vencido para sustraerlo de la avaricia huinca.” (2)
- “Ahí nomás cerquita, como quien dice a un galope de caballo desde Tinogasta se encuentra el poblado y sin embargo al mismo tiempo es un regreso al pasado de viejo cuño aborigen. […] El que se allega a sus lares y mira con curiosidad sus calles y atajos se dará con […] hilanderas y tejedoras, […]; se encontrará con la coplera de caja y quena y si es para el carnaval serrano, con albahaca y almidón[…]” (3)
Instalado desde otras convicciones sobre lo sagrado, a contrapelo de la cosmovisión oficial, occidental y cristiana del mundo, o mejor, del entorno de acendrado catolicismo de su provincia natal,Joselín Cerda Rodríguez está parapetado en las certezas que le proporciona una idea amplia de la sacralidad y, al mismo tiempo, integrada en la vida cotidiana del hombre andino. En esta idea, la relación entre los muertos, las huacas o wak’as (4) (particularmente, las inmóviles como piedras o lanas), los diablos, los duendes, los dioses tutelares, el cuerpo del muerto o antepasado y el hombre del altiplano simplemente fluye, se concreta espontáneamente.
LA MUERTE EN EL MUNDO ANDINO
Antes de entrar al tema de la concepción de la muerte en el mundo andino, preciso es delimitar el área cultural andina. Entendemos que ella comprende no sólo el actual Perú, que ha funcionado históricamente como su corazón, sino una vasta zona a la que sirven de asiento los Andes y las plurales culturas indígenas que en ellos resisten y sobre la cual se desarrolló desde la conquista una sociedad dual, particularmente refractaria a las transformaciones del mundo moderno. Se extiende desde las altiplanicies colombianas hasta el norte argentino, incluyendo buena parte de Bolivia, Perú y Ecuador y la zona andina venezolana (Rama, 2007). Según Rodolfo Kusch, el hombre andino está amarrado a la tierra y así permanece incluso después de muerto. Esto forma parte de su estar constitutivo, en tanto estar americano situado hacia la tierra, como lugar en el que se concentran energías mágicas.
Suficientemente se ha señalado, en el pensar americano, la concepción dual de la realidad; en el universo inestable se alternan las alturas y las profundidades, el varón y la mujer, la luz y la oscuridad, los compadrazgos: comadre-compadre, y otros.
En simultáneo, se registra la exaltación de lo femenino en el pensamiento andino popular. Pachamama, la Madre Tierra, es símbolo de vida y de muerte, regazo en el que se crece y que recibe al hombre al terminar su vida. La muerte es considerada, por consiguiente, un regreso. Es la etapa del descenso y la disolución. Acaecida la muerte, es el turno de la gran madre que vuelve a tomar la vida que dio. Este pasaje debe ser ayudado por los vivos.
En el pensamiento indígena el hombre está integrado en el cosmos y la naturaleza. La muerte humana está integrada genéricamente a la muerte de la naturaleza, porque la naturaleza se rige por el orden originario del cosmos.
De los textos de Cerda Rodríguez se desprende una visión que procura recuperar creencias, concepciones cosmológicas, teogónicas de ascendencia indígena andina, y, a la par, constitutivas de su cosmovisión. El hombre, inmerso en este cosmos mágico-religioso plural, cree en las huacas o deidades. Según una de las obras tomadas como fuente de consulta (Reyes, 2008), las huacas se diferencian entre inmóviles (Inti, Quilla, Puquios y otros) y huacas móviles que son de piedra y la más de las veces, sin figura ninguna. Sin embargo, otras veces aparecen bajo la forma de hombres, mujeres y/o animales.
En cuanto a los animales, en el cuento “El velorio”, el narrador recupera un curioso episodio: el duelo a muerte entre dos ovejas, una blanca y la otra negra. “Un labriego pala al hombro” es quien “presencia la singular pelea”. Al día siguiente se entera de un hecho inexplicable: “dos comadres que acostumbraban vestir una de blanco, sería promesa, la otra de riguroso luto, que se odian mutuamente, han fallecido simultáneamente.”
También los cerros son considerados lugares sagrados o huacas o wak’as que protegen a los pueblos, como el Tantán, en Tinogasta en la leyenda. En esta concepción, hombres, animales, muertos, piedras, huacas conforman –como en un continuum- el espacio andino. Todos ellos pueblan (y son) el espacio andino. En este ámbito no puede concebirse nada que no tenga vida; el espacio andino es esencialmente animado. Por ejemplo, la entrada a la salamanca es “un agujero negro”, que arrastra o atrapa al muchacho que sigue a Doña Lola, la curandera, “por sendas, rastrojos y callejones” (5). Otro ejemplo: en el texto “La viuda”, leemos: “El viento se cuela por las rendijas de las puertas y ventanas rotas como un quejido de alma en pena”. En este caso, el viento y los remolinos de viento y tierra son considerados almas en pena.
MUERTE Y OTRAS ALTERIDADES
Una sociedad primitiva o desarrollada, antigua o moderna desenvuelve su propio pensamiento mediante historias, creencias, doctrinas, que conforman sistemas de interpretación del mundo que conoce. Estas doctrinas, historias, creencias parten, entonces, de lo conocido para fraguar explicaciones de lo desconocido o incontrolado (Rama, 2007).
Así, el mito y la leyenda son narraciones con estas características. Según Chertudi (1967), las leyendas, a semejanza de los mitos, son consideradas verdaderas por el narrador y su auditorio, pero se ubican en un período considerado menos remoto, cuando el mundo era como es hoy; elementos de localización espacial y temporal son frecuentes en la leyenda.
Por su parte, en el prólogo de Tinogasta en la leyenda, el propio autor señala, a propósito de la leyenda: “La leyenda como el mito no es algo momificado, fosilizado por los siglos; no es una estructura inmovilizada, estática sino una creación artística que se muestra siempre viva a través del tiempo con la vigencia de algo que está en movimiento. De no ser así no prendería ni se perpetuaría en el espíritu de los pueblos.” (p.10)
De las dieciséis leyendas recuperadas en esta obra, en siete de ellas, lo efectivamente narrado está relacionado con presencias fantasmales, personajes sobrenaturales, aparecidos o espantos, fuerzas ocultas, demonios, ánimas en pena. Los textos son los titulados: “El rebaño fantasma”, “El duende”, “La tapera”, “Kokena”, “La viuda”, “La Salamanca”, “Don Pánfilo y la Luz Mala”.
El referente de las narraciones remite al trasfondo mítico-simbólico propio de la región del Noroeste y más ampliamente, de la macro región andina. Los textos extraen sus rasgos más característicos de creencias y prácticas enmarcadas en este fondo poético-mítico y ritualizado. Así, con naturalidad, libremente, aparecidos, diablos, duendes, brujas, ánimas en pena, espectros se desplazan por los textos.
Los personajes hablan con aparecidos, con las almas de los muertos desde los intersticios entre la realidad cotidiana representada y “ese otro mundo”. Un ejemplo claro al respecto es el que se registra en el texto titulado “El rostro de la muerte” (6). Dos changuitos dialogan con el espectro macabro de doña Epifanía, mientras cumplen con el encargo de la madre de uno de ellos de preguntar por la señora enferma de la casa de la vereda alta. En cambio la viuda, “mujer vestida de negro, alta y flaca” que aparece siempre a la oración, en un “callejón borrado por la maraña” no habla con los jinetes, sólo se sube a las ancas y “coloca sus manos esqueléticas en los hombros del extraviado”. Esta entidad asume la figura de una mujer e interactúa con los vivos (en realidad, solo con hombres que van a caballo por parajes alejados) a través de manifestaciones corporales.
En la versión recreada por Joselín Cerda Rodríguez, la viuda es una mujer que muere por la paliza propinada por su marido y cuyo cuerpo “desaparece sin dejar rastros”. La viuda es una entidad muy difundida en el Noroeste argentino y, de hecho, son numerosos los textos que recuperan la creencia en su aparición. Los muertos, entonces, pueden volver a los vivos; los muertos, otras veces, necesitan de la ayuda de los vivos para encontrar la paz. Así, en “Don Pánfilo y la Luz Mala”, el narrador insiste en que, cuando el paisano está ante la luz, “se santigua, porque cree que es un alma en pena que busca compañía o el consuelo de una oración.” Ante estas “presencias” extrañas, el hombre de estas altitudes e intemperies actúa, acudiendo a conjuros y prácticas rituales.
Los espacios exteriores e interiores son casi fantasmales, como inmovilizados en el tiempo. Un solo ejemplo tomado del cuento “El mastín cancerbero”: “El visitante como entre las brumas de su ensoñación se acerca a la puerta […] penetra al zaguán y tropieza con los fantasmas que se descuelgan de los retratos colgados”. Además, la noche, las sombras, la oscuridad se asocian con el mal o con los malos augurios porque, a su amparo, los seres del otro mundo se ocultan.
En “La Salamanca”, el texto ofrece un núcleo significativo para marcar el pasaje hacia el inframundo de los espíritus malignos. El narrador protagonista se siente tentado por seguir a doña Lola, “una viejita baja y retacona” que “vestía siempre con ropas oscuras y largas hasta el suelo” y que “tenía inclinaciones por las curas milagrosas”; que “desaparecía sin dejar rastros” y cuyas “reapariciones también eran repentinas”. Se trata de una bruja o espíritu maligno.
Después, en el relato se alude a una “larga travesía” y a un descenso por un “agujero negro”. El trayecto hacia la gruta está cargado de signos agoreros: chilla una lechuza; los elementos de la naturaleza: los campos, la noche, el cielo “parecen embrujados”,”el “ultutuco (7)” llora en la madrigueras subterráneas, todo toma formas fantasmales, bultos se desplazan en distintas direcciones: “Esa noche no la vi más. Una nube sucia manchó el disco brillante y una carcajada agudísima se sintió tétrica en el horizonte. La figura estrambótica de la bruja descendía en círculos montada en el macho cabrío. Se perdió entre los peñascos.”
A esta altura del periplo, el curioso o intruso no puede retroceder porque se siente “arrastrado por algún extraño maleficio”. Una vez adentro de la gruta, el personaje narrador asiste, azorado, al desfile de los seres malignos celebrantes en la salamanca: la bruja flaca, el macho cabrío, la lechuza, el duende, el familiar, el gato negro, el chancho y finalmente, “el señor de la tinieblas, el diablo”.
Los retratos son admirables en su esperpentismo. Sólo dos ejemplos: “La bruja flaca y desgarbada vestida de negro, descalza, cubierta su pequeña cabeza con sombrero de alta copa. Su cara de pájaro ostentaba gruesas verrugas peludas y un solo diente. Ojos pequeños y malignos, nariz ganchuda, manos esqueléticas con garras.”
“El gato negro retinto ronronea feroz, arquea el lomo erizado de furia, dentadura diabólica, afila las uñas en la roca viva, salta con agilidad pasmosa, a pesar de su descomunal tamaño, sin ruido, como una mota negra.”
En medio del creciente descontrol, el observador-narrador prepara el camino para la aparición del Diablo: “Es Él en persona, el jefe máximo de las Tinieblas, indefinidamente joven y viejo, sin tiempo, sin edad.” Su salida del escenario también alcanza ribetes teatrales, efectistas: “El Señor de las Tinieblas estuvo contados minutos y desapareció imprevistamente como había aparecido con un formidable estampido que hizo temblar las paredes de la gruta sumiéndolas en una profunda oscuridad.”
Pueden reconocerse dos finales: uno, el del relato con la terminación de la satánica reunión y otro en el que se retoman las imágenes de la introducción. Ejemplificaremos este último: “Noté cómo de un carbón se desprendía un rescoldo gris y por un instante apareció un brillo fugaz.
Afuera la luna estaba fría, alumbrando el vasto panorama de los pueblos dispersos que ni sospechaban las desgracias que se cernían sobre ellos.”
Otro punto de apoyo en este pasaje puede explicarse diciendo que, al espacio sobrenatural de la salamanca se añade el ámbito asentado en el eje claridad /oscuridad. Cuando el personaje-narrador decide seguir a la curandera es de tarde; pero poco a poco empieza a hacerse de noche. Entonces, chilla una lechuza y todo alrededor se llena de espanto.
La noche, con su oscuridad, propicia el advenimiento de un acontecer diferente. Como anota Kusch (1977), el indígena toma la realidad no como algo estable, sino con un intenso movimiento en el cual tiende a advertir, antes bien, el signo fasto o nefasto de cada acontecimiento. No se trata de una simple connotación perceptiva de la realidad, sino de la “afección” o sentir emocional que el hombre andino hace de la realidad. Un ejemplo, antes de finalizar: “El Tantán ahora es otra cosa: el maravilloso laberinto de piedra multicolor se había convertido en el mudo de las sombras, de las sospechas y las acechanzas; en el mundo del terror. […] Ahora los misterios y secretos de la piedra entenebrecen el espíritu.”
CONCLUSIÓN
Fantasmas, almas errantes, demonios, duendes, apariciones de ultratumba, espíritus malignos, bultos extraños vagan por la superficie del texto artístico. En el plano discursivo, son sutiles las articulaciones narrativas que presentan la interacción entre vivos y muertos.
Estos textos capturan la mágica percepción de la convivencia entre vivos y muertos. La andinidad y su cosmovisión cuajan en la escritura de estos y otros textos de Joselín Cerda Rodríguez. Se desprende de ellos una interpretación espiritual profunda del pensamiento mítico-religioso y de la praxis ritual del hombre de la montaña, próximo a la cordillera, al Ande.
Dada la consonancia espiritual entre estas creencias y sus manifestaciones rituales y las del escritor, es entendible que las haya trasladado a su escritura.
Joselín Cerda Rodríguez, escritor - amauta, “escogido para mantener fresca en la memoria los hechos heroicos de la raza” emprende la escritura como regreso a otro tiempo y a otro espacio, lejanos pero pervivientes, para fijarlos en la memoria de la letra.
NOTAS
1) Los números de páginas corresponden a las obras citadas en la bibliografía.
2) Los dos ejemplos pertenecen al texto “Don Pánfilo y la luz mala”, de Tinogasta en la leyenda (1996), pp. 89 y 90, respectivamente.
3) El pasaje pertenece al cuento “El velorio”, incluido en Estampas del pasado (2002), p.25.
4) La noción de huaca o wak’a, extendida en el mundo andino, se entiende literalmente como “sagrado”. Las dos grafías son igualmente válidas y, de hecho, se alternan en la bibliografía teórica consultada.
5) Las citas corresponden a “La Salamanca”, en Tinogasta en la leyenda (1996), pp. 80 y 81.
6) Este relato aparece en Cerda Rodríguez, J. Cuentos de la realidad y la ficción (2001), Córdoba, Argentina: Alción Editora.
7) Ultutuco: el oculto, el topo, según aparece registrado su significado en el glosario incluido al final de Tinogasta en la leyenda, bajo el título de Vocablos usados en el texto. pp 99 y 100.
1 CERDA RODRÍGUEZ, J (1996) Tinogasta en la leyenda. (2ª, ed.) Córdoba, Argentina. Alción Editora.
2 CERDA RODRÍGUEZ, J (2001) Cuentos de la realidad y la ficción. Córdoba, Argentina. Alción Editora.
3 CERDA RODRÍGUEZ, J (2002) Estampas del pasado. Córdoba, Argentina. Alción Editora.
4 CHERTUDI, S (1967) El cuento folklórico. Buenos Aires. CEAL.
5 GROSSO, JL (en imprenta) Constitutivo/Construido. Espacio-tiempo y Semiopraxis crítica. Cinta de Moebio, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Santiago de Chile, Santiago de Chile.
6 KUSCH, R (1976) Geocultura del hombre americano. Buenos Aires. García Cambeiro.
7 KUSCH, R (1977) El pensamiento indígena y popular en América. (3. ed.) Buenos Aires. Hachette.
8 LIENHARD, M (1990) La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988). La Habana, Cuba, Casa de las Américas.
9 RAMA, Á (2007) Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires. Ediciones El Andariego.
10 REYES, LA (2008) El pensamiento indígena en América. Los antiguos andinos, mayas y nahuas. Buenos Aires. Biblos/ Desde América.
11 VARGAS LLOSA, M (1996) La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. México, D.F. FCE.
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