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ARTICULO

Narrativas de violencia de género y el rol de la comunidad (2015-2018)
(Narratives of gender-based violence and the role of the community (2015-2018))

Macarena Perusset*

* Universidad Siglo 21 - Av. De los Latinos 8555 - Córdoba - CP 5000 - - Córdoba - Argentina / Universidad Nacional de Córdoba - Av. Haya de la Torre S/N - CP 5000 - Córdoba - Argentina. Correo Electrónico: macarena.perusset@ues21.edu.ar ORCID https://orcid.org/0000-0001-8693-1401

Recibido el 19/04/22
Aceptado el 18/10/22

Resumen

Si bien en los últimos años hemos presenciado un resurgimiento del interés por la comunidad en distintos campos del saber, todavía faltan estudios que vinculen la comunidad con la violencia de género. Se sabe relativamente poco sobre las redes comunitarias informales y su capacidad de respuesta a las mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género y las intersecciones de esta con las redes formales e informales de apoyo social. En este trabajo señalamos que la comprensión equívoca de la violencia de género por parte de la comunidad, el enfoque en la agencia de las mujeres en la relación de pareja como parte de las respuestas del Estado y la asociación tradicional de los discursos que vinculan los cuidados con las mujeres han sido factores importantes. A partir del trabajo de campo realizado con mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género en el conurbano bonaerense y en el oeste de la provincia de córdoba entre 2015-2018 y la investigación actual con mujeres, revisamos las evidencias para argumentar que, aunque el trabajo comunitario contra la violencia de género plantea retos especialmente complejos, es necesaria de manera urgente contar con una estrategia adicional para abordar la violencia de género en las distintas localidades de nuestro país.

Palabras Clave: Relaciones de poder; Violencia de género; Comunidad.

Abstract

Although within the last few years there has been a marked interest in community studies in different fields of knowledge, studies that relate community and gender based violence are still in short supply. Little is known about informal community networks and their responsiveness to women who have experienced gender based violence and the intersections of violence with formal and informal support networks. In this paper we note that the community’s misunderstanding of gender-based violence, the focus on women’s agency in the intimate partner relationship as part of state responses as well as traditional associations of discourses that link care with women have been important factors. On the basis of the fieldwork with women who experienced gender-based violence in Buenos Aires province and in the northwest of the Córdoba province (between 2015-2018) and current research with women, we review the evidence to argue that, while community-based work against gender-based violence poses particularly complex challenges, an additional strategy to address gender-based violence is urgently needed.

Keywords: Power relationships; Gender based violence; Community.

Introducción

De acuerdo con la definición de la OPS, la violencia de género es un patrón de comportamientos coercitivos que van desde abuso verbal, amenazas y coerción, a la manipulación, la violencia física y sexual, hasta la violación y el femicidio (OPS, 2013). Desde las ciencias humanas y sociales en los últimos años se ha puesto el foco en el análisis de la misma, entendiendo que la violencia de género va mucho más allá de esta definición, llegando entenderla como una violencia política en donde el poder se ejerce sobre el cuerpo del otro (Segato, 2014). No es posible cuantificar con exactitud el alcance de esta problemática, ya que la mayoría de las situaciones de violencia de género no se denuncian, sin embargo, se estima que una cada tres mujeres sufre violencia por parte de un hombre conocido en algún momento de su vida (WHO, 2013) y en Argentina se produce un femicidio cada 30 horas (Observatorio violencia de género, 2021). Las investigaciones realizadas con mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género en Argentina revelan que la violencia fue cometida por una ex-pareja en un 67 % de los casos estudiados (Saletti Cuesta et al., 2020; Fleitas Ortiz de Rosas y Otamendi, 2012). La repetición de la victimización es común, ya que dejar una relación violenta no significa necesariamente poner fin a la misma, sino que puede continuar e intensificarse. La seguridad de las mujeres y niñes es, por tanto, la máxima prioridad en cualquier acción contra la violencia de género1.
Aunque la investigación y la práctica demuestran que desde la última década del siglo XX se han producido cambios positivos en la sensibilización y las actitudes entre las profesiones que se ocupan de la violencia de género (Madanes et al., 1997; Ferreira, 1993), todavía queda mucho por hacer en términos de sensibilizar actitudes y respuestas de la comunidad en general frente a esta problemática. En efecto, aunque presenciamos un resurgimiento del interés en la comunidad, es escaso el vínculo de investigaciones en relación con la violencia de género.
En este artículo sostenemos que este vacío en torno a la relación comunidad/ violencia de género se relaciona en primer lugar con la escasa comprensión de los ciclos de la violencia de género, en segundo lugar, con un enfoque en las respuestas de las organizaciones y organismos del Estado sobre la agencia femenina y finalmente con la asociación tradicional de los discursos sobre los cuidados y los roles de las mujeres. Asimismo, el enfoque en la dinámica de la relación de pareja, combinada con un enfoque en la agencia de las mujeres, ha ampliado irónicamente la separación de la vida privada y pública y la separación del apoyo formal del informal, invisibilizando el grado en que ambos aspectos se entrecruzan (Ruíz Pérez et al., 2004, Sancho Sancho, 2019). Los discursos de género, a través de los cuales se construye la imagen de las mujeres como cuidadoras, y se asume su disponibilidad continua para las labores del cuidado, también apuntalan la relativa escasez del apoyo informal y comunitario para las mujeres que sufren violencia de género. Para establecer los vínculos entre los discursos sobre la violencia de género, la comunidad y los cuidados que han contribuido a descuidar las respuestas en las comunidades y el trabajo con ellas, sostenemos que es esencial un análisis que aborde las relaciones de poder basadas en el género (Segato, 2014), sólo de esa manera lograremos desafiar ideas y prácticas que perpetúan las desigualdades y la exclusión de todo tipo.

Herramientas metodológicas

La temática abordada en este espacio se desprende de un proyecto de investigación más amplio que busca comprender las relaciones que se dan entre factores instituciones y condiciones circundantes en relación a las demandas locales presentes sobre la problemática de la violencia de género en la República Argentina. La aproximación metodológica que planteamos es de carácter cualitativa y el enfoque etnográfico empleado nos permitió producir datos de primera mano para dar cuenta de las perspectivas de las mujeres. En él, se emplearon técnicas de observación participante en distintos grados de participación, así como la técnica de relatos de vida. Hemos empleado el muestreo intencionado a mujeres de distintas edades que atravesaron situaciones de violencia de género en dos localidades del conurbano bonaerense (Hurlingham y Lanús) y de la provincia de Córdoba (Pocho) a lo largo de 2015 – 2018. La muestra está constituida por mujeres que denunciaron situaciones de violencia de género por parte de sus parejas en las localidades seleccionadas y que acudían al servicio de psicología brindado por las distintas unidades de atención y se encontraban separadas de sus agresores entre 3 y 6 meses. Son un total de 41 mujeres con edades entre los 18 y los 59 años, cuyo estatus económico es medio y medio-bajo en referencia a los ingresos medios percibidos y estudios alcanzados. Todas ellas son total o parcialmente dependientes de sus exparejas en términos económicos. Cabe aclarar que todas las participantes consintieron su participación en este estudio.
La investigación cualitativa y en especial la etnografía ha privilegiado los estudios de comunidad en su característica de hacer surgir, en contacto directo con el objeto de investigación las áreas problemáticas” y los eventuales “conceptos operativos” (Ferrarotti, 2007)2. Tal como señala Serrano (2020), estas no son elaboradas en el escritorio, sino que son el fruto de una impostación de la investigación y que no puede partir sino sobre la base de una “exploración preliminar”. En este sentido no es casualidad el empleo de las historias de vida como recolección de datos empíricos, ya que esta técnica permite el surgimiento de problemáticas más complejas que se asocian con los determinantes del contexto sociohistórico, económico y cultural de las personas. Junto con los relatos individuales aparece también cierta producción/acción de la comunidad que es el objeto de estudio que nos convoca. Revisamos, además, las evidencias para dar cuenta de que el trabajo de base comunitaria es una estrategia adicional esencial para hacer frente a la violencia de género.
En relación a las localidades en las que se realizó trabajo de campo, tanto Hurlingham como Lanús forman parte del denominado cordón del conurbano bonaerense. El municipio de Lanús se encuentra en el primer cordón, en virtud de la distancia de la Ciudad de Buenos Aires y Hurlingham es parte del segundo cordón, al encontrarse más distante de dicha ciudad. La elección de estas localidades bonaerenses para el presente trabajo radica en que ninguna de ellas escapa a las problemáticas por violencia de género. Con un perfil socio habitacional similar, tanto en Lanús como Hurlingham, el incremento de asentamientos informales ha sido constante desde la década de los años cuarenta del siglo XX. Junto a ellos, las condiciones sociales y habitacionales de la población que reside en barrios populares o asentamientos informales contrastan con la de los sectores más beneficiados que, en rasgos generales, se localizan en las áreas céntricas de las jurisdicciones (García Barassi, 2020). Si bien Lanús cuenta con un patrón espacial característico de una situación de hacinamiento habitacional que no está presente en Hurlingham por encontarse en el segundo cordón del conurbano, en ambos se evidencia la presencia de verdaderos núcleos duros de pobreza coincidentes con los cursos de agua de las principales cuencas metropolitanas como la Cuenca Matanza Riachuelo y la del Reconquista (Tobías y Fernández, 2018). Para el caso de Villa de Pocho, del departamento homónimo al oeste de la provincia de córdoba, si bien con otra densidad poblacional diferente a las localidades bonaerenses, presenta condiciones sociales y habitacionales que contrastan con las de otras jurisdicciones de la provincia, especialmente algunos indicadores de carácter socio-productivo que están en relación directa con el desarrollo del territorio como ser una reducida conexión entre conglomerados urbanos y rurales, falta de infraestructura vial, población problemas de alfabetización y baja escolarización carencias en el servicio de transportes, etc. (CFI, 2015).

Definiciones de partida

Las definiciones de la violencia de género han tendido a centrarse en la violencia en el interior de la pareja heterosexual, ocultando la forma en que la participación y el impacto de dicha violencia se extienden hacia fuera, afectando a niñes, a otros miembros de la familia, a redes de amistad y a los miembros de la comunidad en general, como las vecindades. La necesidad urgente de actuar ante incidentes extremos de violencia física que amenazan la seguridad física de las mujeres y niñes permite entenderla como un proceso continuo y rechazar la percepción de la violencia de género como incidentes discretos o episodios aislados. El impacto de esta concepción errónea, aunque dominante durante muchas décadas, evidencia un impacto acumulativo en las mujeres y niñes de lo que puede parecer desde el exterior como una infracción “menor” de su integridad emocional y física. En los últimos años distintos estudios nos han permitido entender que la violencia de género no es un incidente ni un hecho puntual, sino que forma parte de un patrón continuo de comportamiento controlador. A menudo, señales muy sutiles pueden ser muy amenazantes, es decir que la violencia no tiene por qué ser manifiesta para lograr sus fines (Cuervo Pérez y Martínez Calvera, 2013; Delgado Álvarez et al., 2012; Peller y Oberti, 2020). Al mismo tiempo, esta concepción de la violencia de género ha llevado a priorizar el trabajo con las asociaciones sociales y organismos formales diseñados para actuar en incidentes de este tipo, que pueden trabajar intensamente con personas en situación de violencia pero sólo durante períodos de tiempo relativamente limitados. Aceptar que la violencia de género es un proceso a lo largo del tiempo, con infracciones continuas de nivel inferior, problematiza una dependencia excesiva de la respuesta de las organizaciones. Además, los organismos de justicia penal no siempre abordan eficazmente las necesidades individuales de las mujeres, sino que se centran más bien en el proceso y no en las víctimas (Palacio de Arato y Palacio de Caeiro, 2021). Por otra parte, las redes de refugios para mujeres priorizan los servicios para la salvaguarda de su seguridad, sin embargo, los recursos presupuestarios son escasos, lo que impone serias restricciones a lo que se puede lograr. La prioridad de los refugios es garantizar la seguridad de las mujeres y niñes, por lo que el trabajo con la comunidad en general es limitado.

¿Por qué hablamos de violencia de género?

Consideramos que la violencia masculina contra sus parejas femeninas es un proceso que no tiene paralelo entre los hombres (Bott et al., 2021; Cuervo Pérez y Martínez Calvera, 2013), ya que, a pesar de los cambios en las relaciones de género, las vidas de las mujeres siguen estando marcadas por el género en dimensiones sociales clave: el poder, la emoción, los hijos, el hogar, los recursos económicos, la informalidad, el apoyo informal y comunitario (Krause, 2017). Esto no quiere decir que los hombres no experimenten violencia por parte de sus parejas femeninas. La diferencia crucial es que la violencia masculina contra las mujeres adultas se fusiona de manera muy particular con el estatus de las mujeres y las limitaciones sociales que sufren las mujeres (Segato, 2013; 2010). Un enfoque neutro en cuanto al género, que no reconozca esto, corre el riesgo de confundir experiencias de género diferentes y perpetuar la incomprensión de la violencia experimentada por las mujeres en las relaciones heterosexuales. Nuestra principal preocupación es que los conocimientos sobre las situaciones y experiencias de género de las mujeres que se han ido acumulando a lo largo de los últimos años, no queden subsumidos en un discurso más amplio que intente abarcar todas las formas posibles de violencia. Nuevamente, no queremos decir con esto que la violencia contra los hombres, personas mayores o cualquier otra forma de violencia o maltrato en la sociedad o abuso en el hogar no sea importante, sino que cada una requiere su propia comprensión y respuestas, así como tampoco consideramos que todas las experiencias de las mujeres sean idénticas (Segato, 2013; Krause, 2017; Bertona et al., 2017). Estos trabajos enriquecen nuestra comprensión sobre la multiplicidad y complejidad de las experiencias en torno a la violencia de género dando cuenta de las múltiples formas en que las respuestas de las asociaciones u organismos del Estado a las mujeres en situación de violencia a menudo exacerban, en lugar de mejorar, las consecuencias negativas de la violencia de género. Otros factores como la pobreza, la discapacidad, los problemas de salud mental, el abuso de sustancias y de alcohol, tener una pareja en las fuerzas de seguridad, etc., agravan los efectos de la violencia de género. Por tanto, no se trata de argumentar en contra de las diferencias entre las mujeres sino más bien defender la necesidad de reconocer las diferencias y al mismo tiempo, mantener los análisis sobre la violencia de género. La comprensión de la diversidad presente en la experiencia de las mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género es, por lo tanto, un requisito esencial para trabajar en y con la comunidad, ya que el género es a menudo un proceso en el que se construye la diferencia y se utiliza para separar, subordinar y excluir (Duarte Cruz y García Horta, 2016).

Violencia y el rol de la comunidad

En los últimos años el debate en torno a la comunidad ha mostrado una tensión entre las concepciones que remiten al modo de vivir en sociedad y a las que remiten a la idea de un territorio “constituido por la impronta humana” (Lisbona Guillén, 2006, p.25). En este trabajo entendemos la comunidad como una totalidad en atención a la organización interna, a las redes sociales compuestas por relaciones múltiples entre las que se encuentran los lazos de parentesco, así como aspectos normativos que permiten vínculos solidarios y de apoyo entre sus miembros. El territorio, cabe aclarar, se presenta como un elemento fundamental (Zolla y Zolla, 2004). Paralelamente, tenemos en cuenta que las comunidades resultan de la historia y por ello se insertan en sistemas sociales, económicos, políticos y geográficos más amplios, es decir, que participan en una serie de relaciones que explican su existencia. Entre las acepciones más difundidas, la idea de comunidad es que es algo bueno, con una relativa cercanía a todos los ciudadanos en comparación con el Estado y, como señala Raymond Williams, este supuesto “bien” puede aplicarse a cualquier conjunto de relaciones (Williams, 1981). Otros análisis de la comunidad han señalado el lado negativo en la medida en que puede ser un fenómeno estrecho y en el que acechan los estereotipos y los prejuicios en términos de que puede utilizarse para referirse a un enfoque localizado. En nuestra investigación, Fabiana, madre de dos hijos con discapacidad, era la que mayor temor tenía a las intervenciones de organismos gubernamentales. Ella y Mariela (una mujer con problemas de salud mental que había perdido la custodia de sus hijos) fueron las mujeres que sufrieron un mayor nivel de intervención de las asociaciones y organismos sociales3. Si lo vemos de esta manera podemos entender que hay significados muy diferentes de la violencia de la comunidad hacia las mujeres. Para muchas de ellas, la comunidad tiene un significado especial ya que es el punto de negociación sobre la prestación pública y al mismo tiempo es un lugar de organización y lucha sobre cuestiones de bienestar, así como el escenario del trabajo formal e informal. Como tal, la comunidad representa una superposición del mundo público de la producción y la política con el mundo privado del hogar y los cuidados (Williams, 1981). La mirada de género demuestra que la comunidad está tan arraigada a las normas culturales de género como cualquier otro espacio social y que está formada por grupos diversos con intereses y necesidades diferentes.
Dado que las mujeres de clase media trabajadora y de las minorías socio étnicas rara vez están bien representadas en los grupos formales de la comunidad (especialmente a nivel de liderazgo), es posible que nunca se escuche la voz de la mayoría de ellas. Les niñes que han sufrido violencia de género forman otro grupo silenciado e invisibilizado que necesita apoyo para hacer frente a dicha violencia. Si bien hace más de 30 años el trabajo de protección de las infancias y el apoyo a las mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género se desarrollaron de forma separada, en los últimos 10 años se desarrolló una comprensión del solapamiento entre la violencia de género y el maltrato infantil (Tovar Dominguez et al., 2016; Sepúlveda García de la Torre, 2006). Es importante destacar que, al igual que en el caso de las mujeres, para les niñes los efectos acumulativos de estar involucrados en comportamientos de control continuo junto al hecho de presenciar o experimentar incidentes de violencia física son los más perjudiciales.
No cabe duda de que las mujeres participan activamente en el mantenimiento de las comunidades pero frecuentemente parecen quedar limitadas en la participación mediante agrupaciones alternativas subsumidas bajo o entre los organismos profesionales existentes que trabajan contra la violencia que afecta a las mujeres. El Estado en sus distintos niveles suele firmar convenios o acuerdos con los líderes más poderosos de la sociedad, desempoderando a las mujeres y cambiando su autonomía por la autonomía de la comunidad (Gupta, 2006). Por lo tanto, consultar a las mujeres requiere un diálogo real en lugar de una comunicación unidireccional. Sin embargo, dar voz a las mujeres puede no revelar el alcance de la violencia de género en una comunidad ya que el estigma y, en algunos casos, la vergüenza aún se adhiere fuertemente a esta experiencia. Para aquellas mujeres que han tenido el coraje y los medios para abandonar una relación violenta es posible que no quieran llamar la atención sobre este hecho debido al riesgo de que continúen los abusos/violencia. Dar voz a las mujeres de grupos altamente estigmatizados y vulnerables plantea enormes desafíos.
Una cuestión igualmente compleja en la comunidad en general es que las mujeres no están exentas de la influencia dominante que tiene una visión equívoca sobre la violencia de género. En nuestra investigación, por ejemplo, una mujer de Lanús que había atravesado una situación de violencia abandonó el grupo de apoyo al que recurría porque estaba en conflicto con algunos de los valores feministas del grupo. Ella había experimentado condiciones de violencia sumamente graves, sin embargo, al momento de alejarse admitió que le resultaba difícil trabajar con un grupo sólo de mujeres y compartir la noción de que las mujeres no tienen la culpa de la violencia de género que sufrían. Es significativo que la experiencia de violencia de género y la posible exposición a las perspectivas feministas no se traducen necesariamente en un cambio en la forma de entender las cosas. La interiorización y la aceptación de las explicaciones tradicionales más extendidas, por ejemplo, que los agresores masculinos son “manzanas podridas” o enfermos mentales o que han sufrido un ciclo de violencia o que algunas mujeres merecen la violencia debido a su propio comportamiento, no es infrecuente entre las mujeres. Por lo tanto, es necesario tener presente estas tensiones para poder trabajar en la comunidad con un enfoque de género ya que no debemos subestimar las dificultades que tienen las mujeres para asumir las perspectivas feministas sobre la violencia sufrida.
A lo largo de tres años (2015-2018) hemos realizado trabajo de campo en distintos espacios “clave” de las tres localidades como comedores barriales en Pocho y Lanús, club del buen camino y el centro de atención primaria Pedro Díaz en Hurlingham, el centro de Salud 1ro de Mayo de Lanús y el dispensario comunal de Villa de Pocho. Asimismo hemos realizado trabajo de campo en el punto de la mujer de Villa de Pocho, en la casa de la mujer y el hogar empoderame de Hurlingham y en la secretaría de desarrollo social en Lanús, de donde depende el equipo de violencia de género y en donde se realizan las distintas actividades de apoyo y contención. Como resultado de este trabajo quedó claro que el apoyo a las mujeres para que huyeran o se mantuvieran fuera de una relación violenta era visto positivamente por algunos individuos o grupos, como las mujeres que trabajan en atención primaria de la salud, en los comedores, etc. Los sentimientos de la comunidad espacial más amplia fueron ambivalentes y, en algunos casos, esta investigación fue vista con cierto antagonismo por ser “antifamiliar” y o “antimacho”, tal como señalaron 4 mujeres con quienes nos entrevistamos4. En una sesión del grupo de apoyo de Pocho, por ejemplo, las mujeres sugirieron reunirse en un comedor local para cambiar de lugar. Esto planteó posibles problemas de seguridad que se consideraron cuidadosamente, pero como el comedor en cuestión estaba cerca del centro de desarrollo social donde normalmente se reunían a primera hora de la tarde y las mujeres de la tarde estaban convencidas de que debían reunirse donde quisieran, el grupo aceptó este cambio de lugar. Al encuentro siguiente, nos reunimos en el comedor que habíamos acordado y poco después de llegar, un grupo de hombres desconocidos que ya estaban instalados en el lugar, aparentemente terminando de almorzar, comenzaron a preguntarnos por qué estábamos ahí. Estos eran 3 hombres que parecían sorprendidos de ver a un grupo de mujeres en lo que en lo que presumiblemente consideraban “su” territorio y no tuvieron reparos en interrogarnos públicamente. A pesar de que les dijimos que estábamos ahí para celebrar el cumpleaños de una de nosotras, siguieron haciendo comentarios en voz alta y cuando nos retiramos se acercaron de nuevo para preguntarnos por qué habíamos elegido allí. Aunque esta situación inesperada no impidió que el grupo permaneciera en el comedor, cabe destacar que el ambiente generado era tenso y no se pudo trabajar como se hacía habitualmente. Claramente el haber visitado un lugar en el que no era habitual presencia de un grupo de mujeres en ese horario, estábamos introduciendo el género en el ámbito público de una forma que estos hombres consideraban cuestionable. Esta situación nos sirvió para ilustrar cómo la continua dominación masculina del espacio público contribuye a las tenues posiciones que ocupan las mujeres en él.
Por otro lado, en relación al abandono de la vivienda frente a la violencia, encontrar un espacio de acogida para ser alojada tras salir de la situación de violencia no es fácil. La escasez de alojamiento es constante y los hogares refugios no cuentan con los recursos suficientes en términos de pocas plazas para la demanda que tienen, por lo que las mujeres tienen que recorrer distancias para conseguir refugio. La mayoría de las mujeres y niñes en esta investigación se habían visto obligados a movilizarse por localidades diferentes a la de origen para escapar de la violencia (sólo dos habían permanecido en sus propios hogares). En consecuencia, la mayoría había sido realojada en un entorno nuevo y extraño con pocas redes de apoyo social cerca (si es que había alguno) y, por tanto, eran especialmente vulnerables a las respuestas negativas de los miembros de la comunidad y de la familia. Las mujeres informaron de algunas respuestas negativas femeninas que las animaban a no huir de sus casas “sólo por un cachetazo o un zamarreo” o a quedarse por el bien de sus niñes. Sin embargo, no todas las respuestas de la comunidad fueron negativas y en las entrevistas las mujeres informaron de muchas respuestas positivas por parte de vecinos, visitadores de salud, personal docente, etc. Las mujeres mostraron preocupación por el bienestar de otras mujeres, pero la naturaleza de la heterosexualidad en nuestras comunidades puede hacer que sea inapropiado que los hombres puedan expresar su preocupación. Hay normas de comportamiento para los hombres asociadas a la heterosexualidad, como las hay para las mujeres.

Yo: ¿Acudiste a alguien en busca de ayuda o hablaste con alguien en relación a la violencia que estabas sufriendo?
Paula: Creo que no lo hice en esa primera etapa. Sólo estaba el vecino de arriba que sabía cómo era él… algo me dijo una vez en el ascensor…
Yo: ¿Era un hombre o una mujer?
Paula: Una mujer. Bueno, eran una pareja pero era la mujer la que estaba preocupada y la que me dijo que XX era violento.

Si bien con una apertura social a la diversidad sexual y de género en los últimos años, siguen siendo fuertes los supuestos culturales dominantes en relación a la heterosexualidad y a la dificultad de comprender las relaciones de amistad entre hombres y mujeres. A esto se unen las nociones patriarcales sobre la “pertenencia” de las mujeres a su pareja masculina, por lo que muchos hombres considerarían inapropiado ofrecer expresiones de cuidado emocional y preocupación por una mujer en esta situación, aunque pueden estar dispuestos a ofrecer ayuda.
Las mujeres son especialmente conscientes de cómo las respuestas negativas de ciertos miembros de la comunidad afectaban a sus hijes y a ellas mismas. Por ejemplo, Cecilia la hija de una mujer que había atravesado situaciones de violencia de género experimentó un comentario típico que expresaba la creencia de que las mujeres son responsables de la violencia que les ocurre:

“Ceci estaba en la escuela y explotó un día en una de las lecciones que estaban viendo en ciencias sociales o algo así (…)  ya sabes cómo hablan de la violencia de género (…)  y esta chica dijo algo así como bueno, ella debe haber incitado a tu papá o algo así, así que la otra [Cecilia] le dijo que no era así en absoluto y empezó a ponerse ansiosa y a llorar y gritar y tuvieron que llevarla al gabinete para que pudiera calmarse” (Laura).

McGee señala que les niñes tratan de establecer una relación causa-efecto en la violencia y asocian el castigo físico con el mal comportamiento (McGee, 2000). Asimismo, asocian la violencia de su padre con la mala conducta de su madre.
Por otra parte, el hecho de tener que abandonar el hogar y la comunidad suele impactar de manera negativa en las mujeres que han atravesado situaciones de violencia de género pues el contacto con amistades y familiares se pierde y, por otro lado, a causa de la estigmatización que estas mujeres sufren pueden ocasionar distintos sentimientos de soledad.

“Pero es increíble, cuando tenía a mi marido tenía montones y montones de amigos, pero una vez que nos separamos parece que todos se desaparecieron (…) Es increíble. No te lo vas a creer, pero es verdad (…) y durante los últimos siete meses he estado al médico con depresión porque pensé que estaba al borde, que estaba por mi cuenta y no puedo y no he sido capaz de lidiar con mis hijos tanto como creía que podía con ellos” (Carina).

Las mujeres que han experimentado el divorcio reconocerán las dificultades de pasar del estatus socialmente valorado de esposa/madre a mujer soltera/madre y la opinión, no poco común, de que esas mujeres son una amenaza para otras parejas heterosexuales. La sexualización (hetero) de las mujeres conduce a una estrecha relación entre la reputación y la actividad sexual percibida, lo que puede restringir la libertad de las mujeres para socializar y crear nuevas redes de apoyo. Esta percepción pública no sólo afecta a las mujeres sino también a sus hijes: 

“Tuve que pedirles [a sus hermanos] que no vinieran, porque muchas de las mujeres de la cuadra piensan mal (…) la gente habla de vos como si te fueras a robar los maridos y esto, aquello y lo otro y mis hermanos solían venir (...) son mellizos pero nunca llegan juntos, los dos tienen moto (…) Y uno venía, se paraba una media hora, se iba cinco minutos y llegaba el otro en la moto, paraba media hora y tomaba unos mates y después se iba (…) y se empezó a correr la voz que me gustan los tipos con motos!!! (…) Y le dije a mis hermanos que no vengan porque en el colegio los paran a los chicos y le preguntan si me gustan los motoqueros y ellos contestan que son los tíos y todos se burlan (…) ya ves que ahora sólo me veo con mi mamá que nos viene a visitar” (Luciana).

Otra faceta de las comunidades es el apoyo que los hombres perpetradores de violencia pueden recibir de sus amistades y familiares mediando a su favor y recibiéndolos en sus círculos de confianza, como señaló Carina “creo que la mayoría de sus amigos varones le apoyaban, toda su familia lo apoyó sabiendo lo que me hacía”. Esto no es sorprendente, pero las mujeres lo perciben como un “apoyo negativo”. Es evidente que existen cuestiones significativas y problemáticas de seguridad y la naturaleza de género de las respuestas de apoyo en la comunidad que repercutirán en cualquier trabajo basado en la comunidad.

Participación comunitaria y violencia de género

Hace algunos años nos acercamos por primera vez al trabajo sobre la comunidad como una estrategia adicional para hacer frente a la violencia de género, pensando en complementar los estudios sobre el enfoque de la justicia penal, refugios y organizaciones sociales (Perusset, 2019a; 2019b y 2018). Además, la bibliografía sobre violencia de género revelaba buenas razones para, al menos, explorar el área sobre el apoyo de la comunidad. A medida que avanzaba la investigación se presentaron más razones: El estudio ha demostrado que las mujeres que buscan ayuda acuden en primer lugar a amistades y familiares, predominantemente pero no exclusivamente mujeres (Perusset, 2019a). Las mujeres de minorías socio-étnicas y del colectivo LGTBQ+ son menos propensas a ponerse en contacto con amigas. En todos los casos, la mayoría de las mujeres obtienen más apoyo a largo plazo de redes informales que de las organizaciones sociales (Perusset, 20019a). Esto da cuenta que no todas las mujeres entran en contacto con los organismos sociales o buscan sus servicios en algún momento. Sin embargo y entendiendo que la violencia de género no es un problema minoritario, es necesario proporcionar servicios especializados suficientes para hacer frente a la demanda real y potencial. Asimismo, es necesario poner el foco de atención en la violencia de género incluso después de que las mujeres dejan la relación violenta, ya que hay un gran número de lesiones por maltrato en mujeres separadas o divorciadas y la mayoría de los varones detenidos por violencia de género no viven con las mujeres a las que maltratan. Del mismo modo, la violación conyugal y el femicidio también son probables de que sucedan después de la separación (Observatorio de violencia de género, 2021). 
 La escasa investigación que tenemos sobre el apoyo informal muestra las redes de apoyo empobrecidas que tienen la mayoría de las mujeres al dejar una relación violenta, lo que conlleva un problema de soledad que pide a gritos soluciones de apoyo innovadoras. Este trabajo apunta a la urgente necesidad de seguir explorando las posibilidades de abrir espacios adicionales en las comunidades donde las mujeres puedan encontrar compañía, apoyo y seguridad. La atención y apoyo comunitario e informal es vital para el bienestar de las mujeres y niñes (Perusset, 2019b) pero siguen existiendo dudas sobre la mejor manera de hacer posible dicho apoyo que debe tener la seguridad como principio rector ya que las vidas de las mujeres y niñes están en peligro. Hay una serie de áreas de trabajo diferentes en la comunidad que merecen una mayor investigación: las actitudes públicas sobre la violencia de género, los cambios que se producen sobre estas actitudes, la sensibilización de la comunidad a través de campañas publicitarias en los barrios, creación de foros de la violencia de género para les trabajadores, creación de redes de mujeres, trabajo de apoyo con niñes, etc. Cualquier trabajo de este tipo deberá abordar la persistencia del pensamiento dicotómico que repercute en las relaciones de género desiguales, como ya hemos dicho, pero que también afecta al imaginario social que se reproduce de manera acrítica sobre la violencia de género.

Pensamiento dicotómico y violencia de género

La investigación y el activismo feminista de la segunda ola han ido desmenuzando la construcción hegemónica de la violencia de género. Durante siglos, el discurso público construyó la violencia contra las mujeres y niñes en el hogar como un asunto privado en el que el Estado y los observadores externos no debían intervenir. Históricamente, el marido/pareja masculina podía castigar y golpear legalmente a su mujer. En la actualidad, hemos podido observar que en muchos espacios se asume erróneamente que la violencia de género se produce entre dos individuos iguales y a menudo se construye como un problema de intimidad o de rivalidad en la relación. Los estudios feministas revelaron que el discurso estatal patriarcal hegemónico que separa lo privado de lo público silenciaba a las mujeres al mismo tiempo que encubría el abuso de poder masculino en el hogar (Coddou, 1997; Genovés, 1998). Además, ese mismo discurso se expide sobre la “familia normal” y la “familia violenta”, entendiendo esta última como desviada y como un fenómeno propio de las comunidades marginadas. Por otra parte, el discurso del bienestar prioriza la intervención desde una perspectiva que busca restablecer las relaciones familiares “normales”. Ambos discursos en realidad se entrecruzan pues las “familias normales” y las “familias violentas” no son términos mutuamente excluyentes y en este entrecruzamiento deben situarse las experiencias de las mujeres en relación a la violencia de género tanto en el espacio público como privado.
Cabe destacar que uno de los problemas planteados por el activismo y la política contra la violencia de género es una tendencia a reproducir dicotomías como la de público/privado o, en otros términos, el enfoque del trabajo con distintos organismos u organizaciones en lugar de con la comunidad en general. También la de plantear las soluciones como una u otra cosa, es decir, trabajar con el Estado o con la comunidad. La inseguridad y la amenaza que sufren las mujeres es el resultado del impacto de todas las formas de violencia en este continuo, tanto si es cometida por un varón que es conocido o desconocido para ellas. Asimismo, la violencia en el hogar suele extenderse a los espacios públicos pues, al mismo tiempo, una mujer que es maltratada en su hogar no se siente necesariamente más segura en la calle o en los espacios públicos. Separar la violencia privada de la pública, así como el apoyo privado del público, es una falsa dicotomía desde una perspectiva que intenta abordar todas las formas de violencia de género que afectan a las mujeres, que afectan a su libertad de movimiento y a su seguridad. Plantear la cuestión en la respuesta a la violencia masculina contra las mujeres en el hogar como si se tratara de trabajar con el Estado o trabajar con la comunidad limita las posibilidades de acción y respuesta. Las mujeres y sus hijes necesitan, sin duda, apoyo en los momentos de crisis y apoyo a largo plazo, ya que ambos son factores esenciales para que puedan dejar atrás su condición de víctima. Sin embargo debemos aclarar que el trabajo interinstitucional no es tarea fácil ya que plantea sus propias dificultades, especialmente acerca de las relaciones de poder diferenciales entre les trabajadores de los organismos oficiales, los grupos de apoyo y las mujeres de la comunidad. Existe el peligro constante de reproducir las relaciones de poder coercitivas experimentadas en la relación violenta, como dice Ana:

“Quiero decir que mi batalla en este momento es con el consejo, y los trabajadores sociales y la policía (…) Ya sabes, me dicen, me presionan, es como si me tuvieran en la misma posición que mi ex pareja [se larga a llorar] como si estuviera con mi ex, diciendo hacé esto, hacé aquello (…)  Como si me empujaran, y yo tuviera que decir, bueno, no, ¿Sabes lo que quiero decir, no? Me decía lo que tenía que hacer, dirigía mi vida, y ahora estos lo mismo, me dicen lo que tengo que hacer, quieren manejarme la vida y no lo van a hacer. Yo fui una víctima para él, pero no voy a víctima de estos que tienen que protegerme” (Ana).

Está claro que no será más fácil trabajar con la comunidad que con el Estado y sus organismos, ambos espacios plantean dificultades, pero al mismo tiempo son lugares potenciales de acción. Culturalmente la comunidad y el Estado están entrelazados y, al trabajar con ambos es necesario preguntarse cómo trabajar con quienes perpetúan, con quienes sancionan o con quienes aprueban la violencia de género.
Una situación similar a este pensamiento dicotómico Estado/comunidad espacio público/ privado aparece en los discursos tradicionales sobre el cuidado, que han sido y siguen siendo relevantes para las representaciones en las que se basan las respuestas a la violencia de género. En primer lugar, relaciones que existen fuera del mercado como el cuidado son menos visibles en las sociedades occidentales ya que la hegemonía del discurso neoliberal da prioridad a las relaciones económicas. En una época marcada por democracias globalizadas y por la disminución de los Estados de bienestar, las relaciones de cuidado también se están volviendo más frágiles (Bes et al, 2011). Además, los discursos de género que consideran el cuidado como un trabajo de mujeres a través de los cuales ellas construyen sus identidades sociales como cuidadoras, tienden a suponer la disponibilidad continua de las mujeres para estas tareas (Tobio, 2012). La responsabilidad de cuidar y apoyar, ya sea como trabajo, como parte de un marco normativo de obligaciones y responsabilidades o como una actividad que conlleva costes financieros y emocionales sigue recayendo principalmente en las mujeres. Uno de los efectos de estos discursos tradicionales sobre el cuidado es que las mujeres adultas y sanas son menos propensas a ser consideradas como destinatarias merecedoras de cuidados y apoyo. Las mujeres que han atravesado situaciones de violencia de género, por lo tanto, se encuentran en la encrucijada de ser al mismo tiempo cuidadoras y personas que necesitan de cuidados. Como mujeres se espera que gestionen individualmente el cuidado de su familia, mientras que el impacto de vivir con la violencia de género significa que necesitan cuidados y apoyo para ellas mismas, así como para sus hijes. Para estas mujeres, esta situación es problemática pues admitir la necesidad de apoyo y de ser cuidadas puede poner en entredicho – por parte de distintos miembros de la comunidad- su capacidad para llevar adelante el cuidado de su familia. De hecho, la medida en que la violencia de género socava la capacidad de las mujeres para cuidar de sus hijes es un tema muy discutido en la literatura. Sin embargo, en la práctica, se sigue estigmatizando a las mujeres adultas que han sufrido violencia de género, ya que gran parte de los profesionales con los que entran en contacto, personas de la comunidad e incluso ellas mismas en numerosos casos consideran que no han sabido gestionar las emociones de su relación de pareja, y en última instancia, no han sabido proteger a sus hijos. Los relatos recogidos en nuestra investigación dan cuenta que los esfuerzos de las mujeres para resistir los abusos y proteger a sus hijes suelen subestimarse. Esto no significa que no necesiten cuidados y apoyo para ellas mismas durante y después de dejar el hogar, así como apoyo para sí mismas durante y después de dejar al marido/pareja violenta. Hubo muchos casos en los que el contexto estructural externo, así como las respuestas individuales a las mujeres por parte de los posibles apoyos informales y formales, no ayudaron en el proceso de obtención de seguridad, recordando las palabras de Ana “…Yo fui una víctima para él, pero no voy a ser la víctima de estos que tienen que protegerme”. La ausencia de apoyo o las respuestas poco útiles tendían a negar o minimizar la violencia y a culpar a la mujer por permanecer en la relación y por las pérdidas sufridas después de terminar la relación. Aquí, la caracterización de estas mujeres como “sobrevivientes”, aunque es positiva en muchos aspectos también es en parte problemática ya que tiende a ocultar la probabilidad de daños y la necesidad permanente de recibir cuidados y apoyo.
La literatura feminista también a veces maneja dicotomías; por ejemplo, distinguiendo entre el cuidado de personas dependientes que no son capaces de cuidarse a sí mismas y el cuidado de aquellas que pueden valerse por sí mismas (Leira y Saraceno, 2002). Esta conceptualización distingue entre mujeres que cuidan a personas capaces que bien podrían ocuparse de sí mismos en contraposición a les niñes. También polariza a quienes son dependientes de aquellos que son aparentemente independientes, sin reconocer los niveles de interdependencia. Siguiendo la lógica de esta conceptualización, la dependencia para la mujer adulta es probable que se vea como algo negativo, lo que plantea problemas a la hora de pensar en el apoyo a las a mujeres que atravesaron situaciones de violencia de género.
Resulta claro que las mujeres que sobreviven a la violencia masculina necesitan una serie de formas de apoyo, ayuda y atención que, en gran medida, no existen en la actualidad en la comunidad. Además, como hemos señalado, cuidados y apoyo a lo largo de distintos períodos de tiempo para distintas mujeres. Esto no es algo de lo que las mujeres deban avergonzarse ni algo que deba ser visto desfavorablemente por los profesionales. En los momentos de transición, como la “salida” de una relación violenta en los que, en muchos casos, las mujeres se encuentran con redes de apoyo, la necesidad de contención se acentúa. La búsqueda de atención y apoyo en estas circunstancias debe ser considerada como un paso fuerte y positivo por todos los implicados.

Conclusión

Dejar una relación heterosexual violenta implica cambios de tal magnitud que las mujeres necesitan acceder a un apoyo informal a largo plazo en la comunidad, así como al apoyo en caso de crisis por parte de las organizaciones sociales y organismos del Estado. Es evidente que hasta que no se ponga fin a la violencia y los abusos continuados, las mujeres tendrán dificultades para comenzar a acomodarse a su nueva situación, pero sin el apoyo a largo plazo, es más probable que se produzcan resultados negativos. Uno de los principales problemas actuales es el debilitamiento del valioso trabajo individual y de grupo que se lleva a cabo en los refugios y en centros de apoyo de las asociaciones y organismos estatales cuando las mujeres se dan cuenta de que hay poco cuidado y apoyo para ellas y sus hijes en la comunidad en general. Esta brecha contribuye en muchos casos a que las mujeres vuelvan con sus parejas violentas. La ética feminista del cuidado apunta a formas de solidaridad en las que hay espacio para la diferencia y en las que descubrimos lo que las personas en situaciones particulares necesitan para vivir con dignidad. Las personas deben poder contar con la solidaridad porque la vulnerabilidad y la dependencia, como sabemos forman parte de la existencia humana, necesitamos el apoyo desinteresado de los demás en los momentos esperados e inesperados.
Frente a todo lo anteriormente escrito consideramos que un primer paso esencial para el trabajo en cualquier comunidad debería ser la investigación participativa y la consulta con las mujeres que atravesaron situaciones de violencia para identificar el/los posible/s camino/s a seguir. A menudo se asume que las sobrevivientes de los abusos “deberían” participar, pero en la actualidad no contamos con estudios ni evidencia en las que basar cualquier decisión sobre cómo lograrlo. Tenemos que explorar y entender las razones por las que algunas sobrevivientes querrían participar, así como las razones por las que otras podrían no querer hacerlo. Además, ¿cuáles son las necesidades de apoyo de aquellas que quieran participar? Es posible que, si hubiera una serie de niveles diferentes en los que las mujeres pudieran participar, con el apoyo adecuado en cada nivel, entonces más mujeres lo harían. Una cosa es segura: Mujeres y niñes necesitan atención y apoyo si quieren superar la violencia masculina. Necesitamos estrategias diversas y efectivas para proporcionar ese apoyo, necesitamos trabajar para conseguir apoyo a largo plazo y para ello hacen falta más espacios, lugares y niveles en la comunidad donde las mujeres puedan participar en la organización contra la violencia machista de la forma que mejor se adapte a sus propias necesidades.

Notas

1|   A lo largo del trabajo emplearemos lenguaje no sexista.
2|   Las “áreas problemáticas” pueden relacionarse a distintas situaciones con la familia, escuela, trabajo, los vínculos con la pareja y con los hijos, entre otras. De acuerdo con Ferrarotti, es el vínculo entre texto y contexto lo otorga el carácter de las áreas problemáticas y de los temas emergentes de una vida. Estar desocupado, por ejemplo, en una situación en la cual la desocupación es un fenómeno extraño y no necesariamente de masas, es algo distinto de serlo cuando la desocupación es un fenómeno endémico (Ferrarotti, 2007).

3|   Todos los nombres empleados en este trabajo son seudónimos.
4|   Tres de estas mujeres de Buenos Aires y una de Córdoba.

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