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ARTÍCULO ORIGINAL

La función social de la escuela durante la etapa desarrollista (1958-1962): una aproximación a su comprensión desde una mirada multidisciplinar

(The social role of the school during the developmental years (1958-1962): an approximation from an interdisciplinary approach to its better understanding)

Graciela Mirta Evangelina QUIROGA TELLO - Walter José CARRIZO*

* Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes - Universidad Nacional de San Juan - Av. José Ignacio de la Roza 230 (o) - CP 5400 - Capital - San Juan. Correo Electrónico: gracielaquirogatello@yahoo.com.ar, ffha28124@yahoo.com.ar

RESUMEN

            En 1958, el Estado argentino ingresó en la senda desarrollista de la mano del presidente Arturo Frondizi. Los nuevos administradores del país, luego de un minucioso análisis de sus condiciones económicas, diagramaron toda una serie de medidas destinadas a impulsar un proceso de industrialización novedoso, sustentado en la confluencia armónica de capitales nacionales y privados, en pos de incluir al Estado dentro de la categoría de naciones «desarrolladas».
            En este contexto, la escuela fue considerada como un factor importante para el éxito del esquema económico que se pretendía implementar. Precisamente, el examen de su función social constituye el objetivo principal de este ensayo. Para lograrlo, se estudiará la relación establecida entre la economía y la educación a lo largo del periodo 1958-1962, haciéndose hincapié en la aplicación de criterios de análisis tendientes a visualizar a la institución educativa desde una óptica eficientista, como, por ejemplo, la perspectiva científico-racional, aportada por el ámbito de la administración de la educación, y la pedagogía por objetivos, proveniente de la didáctica.
            Por último, es importante destacar que la relevancia de este trabajo reside en que el proyecto desarrollista, en materia educativa, justificó una primera concepción de la educación como inversión.

Palabras Clave: Desarrollismo; Economía; Educación; Escuela; Función social.

ABSTRACT

            In 1958, during president Arturo Frondizi term, the country returned to the path made by the developmental perspective. After a mindful analysis of the country’s economic conditions, the developmental approach passed a series of measures with the ultimate end of industrializing the country, by holding together national and private investments in order to elevate the country to the category of a developed nation.
            In this context, school was considered to be a helpful tool to establish this economic scheme, fulfilling a particular social function. The analysis of this, constitutes the main study of this work. For such end, we will delve into the basic characteristics of the particular relationship between economy and education that happened during this stage. We will focus mainly in the application of criteria from the Education Sciences, that sees the educational institution from an efficiency logic. As well as the rational perspective, used by the administration, and the objective-related teaching, used by the didactic perspective.
            To out view, the importance of our work resides in the fact that the developmental project, regarding education, justified in our country, a novel conception of education as an investment.

Key Words: Developmental; Economy; Education; School; Social function.

INTRODUCCIÓN

            En mayo de 1958, el Estado argentino ingresó en una etapa de su historia económica caracterizada por la preeminencia del pensamiento desarrollista. Éste, se distinguió por abordar sistemáticamente la problemática económica nacional de acuerdo con dos ejes conceptuales en boga en el contexto latinoamericano de aquel entonces: a) la dicotomía desarrollado/subdesarrollado y b) la creencia en la complementariedad, en el plano industrial, de la intervención estatal con el aporte privado. Tal pensamiento gestó un proyecto económico singular, el cual fue llevado a la práctica por la administración del presidente Arturo Frondizi, quien condujo al conjunto de la maquinaria estatal por la senda marcada por los objetivos económicos desarrollistas. La educación –una de las más importantes herramientas estatales de reclutamiento– no permaneció ajena a dicho alineamiento, observándose una multiplicidad de esfuerzos tendientes a construir y afianzar lazos entre los primeros niveles educativos y determinadas necesidades industriales planteadas como prioritarias por el proyecto económico vigente. Estos intentos llevaron al afianzamiento de un modelo particular de institución escolar: el tecnocrático, contemplado por el Estado como el más adecuado a efectos de trasladar al plano de lo concreto la función social que había concebido para la escuela, ésta es, formar mano de obra especializada para las industrias pesadas. Ahondar en dicha función social y en cómo impactó a nivel educacional –atendiendo no sólo al modelo de escuela que favoreció, sino también a las concepciones pedagógicas ligadas a su puesta en escena– constituye el objetivo primordial del presente ensayo, en el cual se examinará el trasfondo y las implicancias de algunas de las medidas más importantes tomadas en el plano de la conjunción economía-educación durante el lapso comprendido entre los años 1958 y 1962.
            Para comenzar, es necesario traer a colación las siguientes palabras de Thomas Skidmore y Peter Smith: “… en el frente económico (…) Frondizi decidió apostar fuerte. El riesgo era grande, pero también las posibles recompensas” (1999: 106). En efecto, Frondizi, conjuntamente con su equipo de tecnócratas, diseñó un programa económico muy ambicioso, el cual atrajo pronto la atención de la opinión pública debido a que buscaba generar un quiebre respecto a la política económica propugnada por el peronismo. Sin embargo, lo que lo hacía particularmente atractivo radicaba en que partía de un novedoso análisis sistémico de la situación general de la economía en relación a los estándares de los Estados más ricos del hemisferio occidental. Su resultado arrojaba que Argentina era un país subdesarrollado. Ahora bien, ¿cómo comprendían los desarrollistas el concepto «subdesarrollado»? Según Mario Rapoport, el subdesarrollo fue definido por los colaboradores de Frondizi como una condición macroeconómica caracterizada por la “… incapacidad de lograr la expansión autosostenida de las fuerzas productivas con un ritmo suficiente como para cerrar la brecha [industrial] que existía frente a los países desarrollados” (2003: 547).La solución, afirmaban, consistía en acrecentar la rama industrial hasta ese entonces marginada de las políticas económicas industrialistas: la industria pesada, es decir, aquella que producía los insumos básicos –como el acero– que se utilizaban para la elaboración de bienes de consumo –como las heladeras. Esto le posibilitaría al Estado y al empresariado nacional –que había cobrado un nuevo empuje merced a la vinculación de Frondizi con Rogelio Frigerio, un intelectual pragmático (Zarrilli, 2004: 114)– aminorar el flujo de capitales que continuamente se destinaban a la compra de materias primas industriales en el extranjero, lo que redundaría en: a) un menor grado de dependencia respecto a los países desarrollados; b) un acrecentamiento en la capacidad de ahorro de las fuerzas productivas nacionales, posibilitando, de esta manera, un aumento en el número de inversiones a mediano plazo, y, c) a posteriori, la posibilidad concreta de que el país pudiera ingresar al club de los países «desarrollados», una vez que lograra equilibrar sus exportaciones agropecuarias tradicionales con las de los nuevos productos de un alto valor agregado que produciría.

CARACTERÍSTICAS PEDAGÓGICO-DIDÁCTICAS DEL PROGRAMA EDUCACIONAL DESARROLLISTA

            Para llevar a cabo este programa, el plan económico desarrollista, de acuerdo con Rapoport, contemplaba los siguientes puntos: I) la intervención estatal, dirigida a fijar los segmentos de la economía que debían priorizarse, para lo cual se aplicarían diversas medidas, como, por ejemplo, paquetes de estímulos –protección arancelaria, promoción industrial, política tributaria favorable– o, inclusive, el involucramiento directo del Estado en los sectores económicos que no fueran atractivos para la inversión privada; II) la aplicación de un impulso que le diera a la economía un ritmo de desarrollo acelerado, y III) el acceso a capitales extranjeros, bajo la premisa de que estos podrían orientarse hacia los sectores que se pretendían transformar y no hacia aquellos que mantenían el país bajo las condiciones del subdesarrollo (2003: 548). Ahora bien, el primero de los puntos mencionados –el referido al intervencionismo estatal– impactó, además, en la educación, que pasó a ser concebida como un tipo más de capital, acumulable bajo la forma de sujetos altamente capacitados en segmentos del conocimiento técnico considerados necesarios para alcanzar el estatus de país desarrollado. La atribución de este carácter economicista a las cuestiones educacionales decantó en la configuración de: I) un modelo particular de escuela, que Margarita Panza González identifica con los términos «tecnológico» o «tecnocrático» (1992: 54, 55, 56 y 57), y II) un conjunto de prácticas educacionales que pueden catalogarse bajo el adjetivo de «eficientistas». A continuación, profundizaremos en tales resultados y sus implicancias.
            El modelo de escuela tecnocrático deviene de la tendencia pedagógica conocida como «tecnología educativa». Ésta cobró sentido a partir del proceso de modernización que atravesó la educación latinoamericana en los años cincuenta, proceso que, según Eduardo García Teske, emergió de la ponderación de la educación primaria por parte de la política educativa desarrollista (2008: 1). Sus principales características se hallaban en el profundo influjo epistemológico positivista y en la inclusión –por primera vez en una teoría educativa– de presupuestos de la psicología conductista relativos al control de la conducta y de los estímulos ambientales. Tales rasgos, traducidos en un conjunto de medidas de política educativa, decantaron en un criterio de confección curricular homogeneizado y, por consiguiente, descontextualizado socioculturalmente, lo que le permitió a la burocracia educacional –grupo formado no sólo por los administradores especializados en cuestiones educacionales, sino, además, por intelectuales que diagramaban los lineamientos generales– universalizar planes de estudio a través del logro de un acuerdo curricular básico para todas las escuelas del país, tanto provinciales como nacionales (Puiggros, 1996: 114). Tal acuerdo no contemplaba variaciones –ni dificultades– regionales, y ligaba las finalidades educativas a las económicas del momento. De esta manera, la escuela comenzó a ser abordada desde una perspectiva de análisis que Jimeno Gairín, en Manual de organizaciones de instituciones educativas, ha titulado como «científico-racional».
            Dicha óptica concebía a la realidad institucional como una entidad ontológica autónoma, es decir, real y observable, pero no libre, sino más bien mecánica. Bajo esta perspectiva, se concebía un sistema rígido, en donde los recursos humanos eran percibidos como engranajes fijos, sin que se considerara ninguna posibilidad de interacción constructiva por fuera del esquema de trabajo preestablecido. La cultura de trabajo docente que emergió a partir de tal sistema privilegiaba dinámicas individualistas, generalmente muy burocratizadas, lo que ha llevado a Graciela Frigerio a calificarla como una «cultura como cuestión de papeles» (1993: 39). Asimismo, toda la estructura se hallaba transversalizada por un concepto tomado de las ciencias económicas: el de «eficiencia», el cual, de acuerdo con Cristina Davini, pasó a consolidarse bajo la forma de una «tradición». En efecto, la autora expresa que:

… la tradición eficientista plantea un pasaje hacia un futuro mejor (…) Todas las expresiones de esta tradición reflejan la oposición entre estos dos polos: lo rutinario y lo dinámico, el estancamiento y el desarrollo, lo improductivo y lo productivo, la conservación y el cambio, lo arcaico y lo renovado (1995: 36)

            La misma queda al descubierto en la constitución de las llamadas «Juntas de Calificación y Disciplina» docentes (Puiggrós, 1996: 114), cuya finalidad estribaba en promover el acceso al sistema educativo, mediante concurso, a los profesionales más aptos, es decir, aquellos que pudieran demostrar la validez de sus conocimientos por lo abultado de su currículum, garantizando así el ingreso de los recursos humanos potencialmente más «eficientes».
            Pero el influjo de la tradición eficientista no solamente se restringió a esta única situación: también se encuentra en el impulso brindado, por parte de la burocracia  educacional, a la llamada «teoría del planeamiento» (Puiggrós, 1996: 114). Al respecto, García Teske expresa que:

Comienza a instalarse un discurso donde la racionalización y sistematización se definen a través del planeamiento de la educación, el que trata de ampliar al máximo las oportunidades educativas de un país, aumentar el rendimiento del sistema educativo y mejorar la calidad de la enseñanza dentro de los medios financieros y humanos disponibles (2008: 3)

            El principal planteamiento de esta teoría postulaba que, a efectos de volver más «eficiente» la tarea docente, era necesario vincularla firmemente a criterios temporales que establecieran plazos razonables para la obtención de resultados. Al docente se le atribuía, de este modo, el carácter de «planificador» o «tecnólogo de la conducta», lo cual encaja dentro de los parámetros de la visión de la praxis pedagógica que según Gary Fenstermacher y Joan Soltis denominan «enfoque del ejecutivo» (1999: 15). Desde éste, se contemplaba al educador como un gerente de los tiempos áulicos que debía medir la eficacia de cada uno de sus actos en función del nivel de su capacidad para alcanzar resultados positivos previstos en tiempos prescriptos. Para acrecentarlo, debía aplicar recetas diseñadas por los burócratas educacionales, los cuales se arrogaban el lugar del saber que anteriormente había sido suyo, midiendo continuamente los resultados de la puesta en práctica de sus directrices a través de una multiplicidad de indicadores. Actuando entonces como herramienta entre quienes portaban el conocimiento –los burócratas– y sus receptores –los estudiantes–, la actividad docente se percibía desde fuera del ámbito educacional como eminentemente técnica y políticamente neutra.
            No obstante, para una correcta comprensión de la relación economía-educación durante el período, debe tenerse en cuenta que también se crearon algunas instituciones que tuvieron por fin, como lo expresa Puiggrós, “(…) preparar recursos para el desarrollo” (1996: 114). Entre ellas, se destaca, de manera significativa, el Consejo Nacional de Educación Técnica (CONET), el cual, inclusive, se vinculó con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y con la UNESCO, a efectos de encuadrar las directrices educacionales nacionales dentro de los parámetros internacionales de demanda laboral.
            Sin embargo, de acuerdo con reconocidos académicos abocados al estudio de la historia de la educación, los esfuerzos invertidos para adecuar la escuela y las prácticas educacionales a los lineamientos de la política económica desarrollista no brindaron los frutos deseados. Puiggrós, por ejemplo, observa que “… como en ocasiones anteriores, la vinculación entre educación y trabajo no alcanzó el tronco del sistema educativo. Tuvo una escasa incidencia, pese a su importancia en el imaginario desarrollista de la época” (1996: 114). En efecto, pese a que el proyecto desarrollista determinó claramente los parámetros bajo los cuales la función social de la educación debía adecuarse a sus objetivos económicos, diversas circunstancias ameritaron que tal relación no pudiera sostenerse el tiempo suficiente como para producir resultados. Por ejemplo, desde un principio, la puesta en práctica del ideario desarrollista estuvo atada a la suerte de la estabilidad política del gobierno, el cual operaba en un contexto complejo, con muchos actores siempre predispuestos a quebrar radicalmente el orden democrático –y aquí nos referimos específicamente a las fuerzas armadas–. Sin embargo, la política educativa también presentaba contradicciones internas que probablemente hubieran ocasionado un fallo estructural en el planteamiento educacional en su conjunto. Entre éstas, encontramos la transferencia de escuelas nacionales a las provincias, hecho que motivó la delegación a las mismas de parte de la competencia decisoria del Estado Nacional en materia educativa, colisionando tal medida con un estilo de conducción administrativa de las cuestiones educacionales que pregonaba la conveniencia de centralizar en un único punto la toma de decisiones. Otra de ellas fue la sistematización del sistema privado de enseñanza a través de las disposiciones de la ley Domingorena, que produjo como resultado el surgimiento de escuelas cuyos perfiles de egresado distaban mucho de aquél que el Estado pregonaba como necesario –el del técnico profesional–.
            A pesar de su fracaso, el esqueleto teórico de la función social que intentó institucionalizar el proyecto desarrollista continuó vigente en la política educativa de los posteriores gobiernos. En efecto, quienes sucedieron a Frondizi se ajustaron al discurso pedagógico desarrollista. Tal premisa vale tanto para los actores civiles –los presidentes José María Guido y Arturo Illia– como para los militares con estilos de conducción burocrático-autoritarios –como los de la Revolución Argentina–. La continuidad respondía a que este discurso se hallaba en un contexto de aceptación favorable en América Latina, lo cual salta a la luz en las conclusiones de la Conferencia sobre Educación y Desarrollo Económico y Social en América Latina, llevada a cabo en Santiago de Chile en el año 1962. La misma, que reunió a los ministros de educación y de economía de toda la región, arrojó entre sus conclusiones el siguiente principio: toda estrategia de desarrollo económico estaría condenada irremediablemente al fracaso si los Estados implementadores no poseían una cantidad suficiente de recursos humanos especializados en diversas áreas técnicas consideradas como prioritarias. Los ministros acordaron que la solución radicaba en maximizar el rendimiento de los sistemas educativos hasta alcanzar el grado de «eficaces» en cuanto a la formación de profesionales técnicos. Bajo este supuesto, la educación adquirió pronto un fuerte matiz economicista, al cual se le adosaba cierta presunción de «neutralidad» en materia política, lo que contentó principalmente a los gobiernos de facto surgidos al amparo de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Sin embargo, siempre primó una fuerte tendencia inversionista por parte del Estado, puesto que la ecuación que daba por resultado un sistema educativo «eficaz» implicaba, como variable imprescindible, un nivel de inversión estatal destacable, lo que es perfectamente comprensible si se contempla que aún primaba el modelo de Estado de tipo Benefactor, con una fuerte tendencia hacia la política social y hacia la consecución del pleno empleo. Tiempo después, para ser más específicos, a partir del año 1973, a nivel mundial, y de 1976, a nivel nacional, la emergencia del Estado Neoliberal contemplará un paulatino decrecimiento de la inversión educativa, debido a que las burocracias educacionales pretendían alcanzar la tan ansiada «eficacia» educativa a través del abandono de posiciones estatales a la inversión privada.

CONCLUSIONES

            Resulta interesante destacar que la política educativa desarrollista, al explicitar por primera vez en forma sistemática la funcionalidad económica de la educación, inauguró una tendencia que pervive hasta la fecha: la de encuadrarla dentro de marcos economicistas estrechísimos. Ésta, sea cual fuere la meta económica –producir un tipo de proletariado muy especializado, como en los años desarrollistas o, al revés, uno fácilmente adaptable a los vaivenes de una economía globalizada con flexibilización laboral, como en la década de los ‘90–, no reconoce que el ámbito educacional se encuentra surcado por fenómenos muy complejos que, en numerosas ocasiones, actúan como elementos de resistencia frente a las imperativos de la política económica. En efecto, considerar a la educación como una línea de ensamblaje, cuyo producto final es un actor económico perfecto, desconoce el hecho de que la misma da lugar al surgimiento de espacios de crítica profunda, y esto vale no sólo para la educación superior sino también para la escuela, la cual ha demostrado, demuestra y demostrará, a través de sus carencias y miserias cotidianas, pero también de sus logros en el ámbito de la formación axiológica –la cual aún tiene mucho de humanista–, que es imposible descontextualizarla de su contexto político y sociocultural para ligarla únicamente a lo económico. Pero la función social que el desarrollismo le atribuyó a la escuela fracasó, además, debido a la falta de un compromiso profundo con la edificación de un ser axiológico que pudiera complementar al actor económico que la misma se proponía generar, sobre todo si se tiene en cuenta que la precariedad de la estabilidad política, impedimento para el apuntalamiento de políticas de Estado, provenía en buena parte del clima de intolerancia político-ideológica presente en la sociedad del momento.
            Cabe preguntarse, por último, si la tendencia economicista que guío los lineamientos educacionales entre fines de la década de 1950 y principios de la de 1960 se halla en vías de superación. Ha pasado más de medio siglo desde que la administración desarrollista puso sobre el tapete la tesis de que la función social de la escuela debía abandonar la corriente espiritualista de la Modernidad, centrada en generar un sujeto fuertemente anclado en valores cívico-morales, para abrevar de una concepción que la contemplaba como un puntal esencial del crecimiento económico. Actualmente, esta tendencia –como la denominamos más arriba– ha sido re-conceptualizada, radicando su nota distintiva en el hecho de que ahora el proceso de generación de actores económicos, a través de la educación, debe colocarse bajo la necesaria influencia transformadora de un concepto que ha vuelto de recobrar vigencia: el de igualdad. Éste, asimismo, debe influir en los nuevos actores económicos de tal manera que propicien la modificación de la economía, dirigiéndola hacia una distribución más equitativa de la riqueza. Tal premisa surge como consecuencia de un análisis sistémico de la relación economía-educación durante la década de 1990. Éste, arrojó como resultado que, si bien la economía puede crecer, esto no necesariamente acarrea un mejoramiento sustancial del sistema educativo. En palabras de Filmus:

La búsqueda de una sociedad más justa posibilitada por el desarrollo de una educación de calidad no es una consecuencia per se del crecimiento económico. De hecho, la Argentina creció entre 1992 y 1998 al 5,5% anual y, al mismo tiempo, la desocupación pasó del 6 al 18%, multiplicándose por tres en un momento en el que el país progresaba. Es decir, en una sociedad cuya economía prosperaba, la desigualdad y la injusticia también se acrecentaban. Es imposible generar mayores condiciones de igualdad con un modelo de concentración de la riqueza  y exclusión social (2008: 30)

            Sin embargo, puede constatarse que aún continúa privilegiándose la formación técnica, la cual ha cobrado un nuevo impulso gracias a que actualmente se intentan implementar políticas de Estado tendientes a diversificar la matriz económica, equilibrando la producción agrícola-ganadera con la de productos manufacturados. De ahí que surja todo un aparato de incentivos hacia profesiones de corte técnico-profesional. A nivel escolar, se observa un aumento significativo en la inversión en educación técnica, patente en el reequipamiento de las instituciones, conjuntamente con la fundación de otras nuevas. Pero estas medidas no son circunstanciales, sino que responden a la coyuntura actual generada por aquellos que autores como Cristina Zurbriggen denominan “Estado Post-desarrollista”. Éste, retoma los supuestos fundamentales del desarrollismo en materia de intervención estatal a nivel macroeconómico, pero añade el mentado concepto de igualdad como fundamento y fin de todo su accionar. No obstante, el periplo hacia la consecución de una transformación económica profunda, que conlleve un progresivo achicamiento de la brecha que separa a la clase social más pauperizada de la más acaudalada, exige una educación integral, que no sólo contemple como meta el progreso técnico, sino, además, una formación humanística que permita a los sujetos comprender aquellos conceptos –que pueden ser equiparados a principios– que el discurso educacional actual pretende sustentar, como el de igualdad. En definitiva, se deben rememorar las siguientes palabras de Freire:

… la educación, específicamente humana [es] un acto de intervención en el mundo [la cual] procura cambios radicales en la sociedad, en el campo de la economía, de las relaciones humanas, de la propiedad, del derecho al trabajo, a la tierra, a la educación, a la salud, como la que, por el contrario, pretende reaccionariamente inmovilizar la historia y mantener el orden injusto” (2008: 103)

            Es decir, una intervención holística, que abarque todos los ámbitos del  ser humano.

BIBLIOGRAFÍA

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